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Felipe Monroy

En pos de las variables ocultas

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Cada proceso electoral es único y, sin embargo, cada manual de campañas políticas enumera a detalle las variables que deben ser objeto de atención de los candidatos y su equipo estratégico: Desde la planificación, el financiamiento, el análisis de las localidades y de las necesidades expresadas por sus habitantes hasta la creación de la historia del personaje político, del programa de gobierno o de la imagen personal o del partido que se pretenderá relatar al electorado.

Pero no sólo, hay otros aspectos muy específicos en las variables pertinentes a atender como la publicidad, el marketing, la dispersión de recursos, la estrategia en tierra, la relación con los medios de comunicación, los entrenamientos, el juego de las encuestas, los debates, los actos públicos, las reuniones gremiales, los acuerdos cupulares, la evaluación, el social listening, los protocolos de crisis y un largo etcétera que involucra aspectos gerenciales-administrativos y de pragmatismo político.

Y, entre todo aquello, como un listón que intenta mantener atado cada aspecto, la campaña requiere de un núcleo discursivo y mensajes consecuentes para objetivos sumamente concretos. Contenidos donde caben las estrategias de desprestigio y de diferenciación de los adversarios, de exageración, radicalización, simplificación y toda la retórica de polarización posible.

Es decir, el juego de las campañas políticas es el juego de comprender, administrar y atender las variables que pueden afectar a una población que se encuentra tanto decidida como indecisa en su preferencia electoral; o como diría Andrés Lizarralde: “[Hay que] mimar al voto duro, avanzar hacia el voto blando (elector débil de los contrincantes) y convencer a los indecisos”.

Por lo tanto, saber leer esas variables es una de las mejores cualidades de cualquier estratega político; mientras que, por el contrario, no verlas es básicamente una derrota anunciada y, lo que es peor, no saber siquiera qué fue lo que se pasó por alto. Muchas veces estas variables se encuentran en el sentimiento social, en los rasgos culturales, en las condiciones afectivas o emocionales de las personas, en los significados que le dan a la certeza y a la esperanza, al prejuicio o a la apertura; dichas variables incluso en ocasiones están mutando junto a su uso de lenguaje, a su mirada analítica, a su identidad o su proyecto de vida, al trato que dan y reciben en su hogar, en el trabajo o en el espacio público. Las variables ocultas, por ejemplo, no están en los bienes materiales con los que cuentan sino en el sentimiento que les provoca tenerlos (o carecer de ellos); hay variables tan inasibles como los anhelos y los deseos sean estos puros y trascendentes o primarios y pragmáticos.

En el corazón de las campañas electorales a la gubernatura del Estado de México, por ejemplo, hay núcleos discursivos que enfocan las estrategias de cada candidata para atender estas complejas variables: “capacidad y valentía” para regir y administrar una de las entidades más conflictivas, desafiantes y productivas del país y “lucha de dignidad” como una lección histórica para cambiar al grupo político que ha gobernado el estado hasta ahora.

Como se ve, estos mensajes no están orientados a situaciones concretas de empleo, salud, educación, bienestar social o seguridad pública. Apelan a esas variables ocultas difícilmente evaluables incluso con potentes herramientas de social listening; nacen de una decisión y de una mirada que apuesta a tener la razón. Apelan a ese sentimiento que es incluso difícil de verbalizar, al reflejarse el elector en la candidata, de identificarse más como capaz y valiente para administrar la adversidad o como un auténtico luchador de la transformación cuya dignidad está en juego.

El problema no es que las variables no se puedan ver o que sean propiamente un arcano de la esencia social; en ocasiones simplemente se encuentran ocultas a los ojos de quien está tanto distraído como obnubilado. Como sucede con el ejemplo anterior, depende en gran medida de la mirada sociopolítica de quien busca dirigir, administrar o gobernar una localidad para hacerlas evidentes.

Por ello se torna indispensable hablar sobre estas variables ocultas; su presencia o ausencia depende más de la mirada de los aspirantes y los partidos políticos que de los instrumentos que puedan evaluarlas. Las variables ocultas revelan mucho más que una sensación de continuidad o de alternancia; de adhesión o repulsión política; de lógica o emoción electoral; de leyes, programas o promesas. Hablan de potencialidades y atavismos que no se reconocen, de prejuicios y certezas inconfesables, de eso que la escritora Toni Morrison nos advirtió: “utopías pensadas por gente que no está allí, utopías que creen aquellos que no serían aceptados ahí”.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe



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Felipe Monroy

Contra los excesos de los predicadores digitales

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Pasó casi inadvertida (quizá por obvias razones) la reflexión pastoral ofrecida por el Dicasterio para la Comunicación de la Santa Sede en la que se exhorta a los líderes eclesiásticos –obispos, curas y a laicos influyentes– a abandonar estrategias de polarización en las redes sociodigitales mediante la creación o divulgación de discursos propagandísticos reaccionarios, polémicos, incendiarios o prejuiciosos.

El documento en cuestión es una audaz mirada crítica y autocrítica desde la Iglesia católica sobre la nueva vida cotidiana digital, donde las tecnologías actuales de la comunicación están prácticamente asimiladas e internalizadas por la sociedad contemporánea y cuyo uso cotidiano afecta decididamente la realidad que integra y circunda a los pueblos. El documento titulado “Hacia una plena presencia” reflexiona no sólo sobre los recientes cambios en el aspecto comunicativo de las personas y las sociedades, sino las dramáticas alteraciones que ‘el mundo digital’ ha hecho y hará en la política, en la economía y en la misma historia de las propias identidades humanas y las búsquedas de sentido de los hombres y mujeres contemporáneos.

La reflexión no tiene ni carácter legislativo ni mandatorio pero sí es una fuerte orientación a los millones de usuarios de las redes sociales para que tomen conciencia de las implicaciones políticas, socioculturales y hasta antropológicas que supone la integración de los grandes avances tecnológicos (web 5.0, inteligencia artificial, realidad virtual, etcétera) a su comunicación cotidiana.

Sin embargo, sí que llama la atención el tono con el que estas orientaciones se dirigen a los líderes eclesiásticos o católicos ‘influencers’ de las redes sociodigitales para “no caer en las trampas digitales que se esconden en contenidos diseñados expresamente para sembrar el conflicto entre los usuarios provocando indignación o reacciones emocionales… debemos estar atentos a no publicar y compartir contenidos que puedan causar malentendidos, exacerbar la división, incitar al conflicto y ahondar los prejuicios”.

Esta exhortación no es ociosa; es sumamente común encontrar en el océano digital a personajes de instituciones o movimientos religiosos que utilizan toda plataforma digital disponible no sólo para predicar una serie de creencias o convicciones (lo cual es válido) sino para crear o replicar un mero propagandismo ideológico reactivo, radicalizado o fanatizado, disfrazado de preceptos pseudoreligiosos que apelan a emociones primarias, a un integrismo político más que teológico o religioso.

“El problema de la comunicación polémica y superficial –y, por tanto, divisiva, dice el documento–, es especialmente preocupante cuando procede de los líderes de la Iglesia: obispos, pastores y destacados líderes laicos. Éstos no sólo causan división en la comunidad, sino que también autorizan y legitiman a otros a promover un tipo de comunicación similar”, alertan los expertos del dicasterio pontificio para la Comunicación.

Por supuesto, el documento tampoco peca de ingenuidad y advierte que estas actitudes no son exclusivas del mundo religioso: “Los discursos agresivos y negativos se difunden con facilidad y rapidez, y ofrecen un terreno fértil para la violencia, el abuso y la desinformación”, lamenta. Así que, frente a estos fenómenos, sugiere esencialmente a las personas de buena voluntad (de auténtica buena voluntad y no sólo como etiqueta retórica) que no permanezcan callados y los exhorta a “ofrecer otro camino”, otra vía.

Es cierto que una política de silencio frente a este tipo de provocadores digitales, sembradores de odios, de discriminaciones y de superioridades morales parecería tener la intención de no abonar ni a sus egos ni a sus obsesivas agendas; y, sin embargo, la realidad nos confirma que el silencio hace más mal que bien pues, al no proponerse narrativas o comunicaciones que realmente intenten mejorar la interacción entre personas y comunidades –sin menospreciar sus necesidades y diferencias– , los espacios de conflicto se saturan de agresividades identitarias, de retóricas de polarización y lógicas de dominación y autocomplacencia.

En conclusión, la reflexión del Vaticano respecto a estas perniciosas prácticas comunicativas en las redes sociodigitales es sumamente oportuna y no sólo por los riesgos y oportunidades que los avances tecnológicos suponen con su incorporación a la dinámica cotidiana del ser humano contemporáneo; sino porque se torna imprescindible en el actual contexto global de crisis democrática y política –con problemas tanto identitarios como representativos– pues, muchos personajes o grupos políticos han recurrido perversamente en recientes fechas a narrativas integristas pseudoreligiosas para forjar y radicalizar a sus prosélitos; pero también porque ciertos liderazgos religiosos se los permiten o, peor, que usan estas herramientas con idénticos intereses mundanos y prosaicos.

Hay finalmente una expresión que resulta sumamente interesante en el documento que llama a construir comunidad en un mundo fragmentado; se trata de un llamado a participar activamente como ‘micro-influencers’, gente que debe ser consciente de su influencia potencial personal y cercana, y que no se desanime de enfrentar a los grandes vociferadores. Una buena actitud contra aquellos excesos.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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Felipe Monroy

Empate, la ficción que anima

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El empate jamás ha tenido buena prensa, casi siempre e injustamente se le compara con la derrota. Donald Rumsfeld, belicista, obseso armamentista y estereotipo formal del secretario de defensa de los Estados Unidos, por ejemplo dijo: “Si empatas, quiere decir que no ganaste”. Aún más, hay quienes afirman que “debería existir una explicación matemática que demuestre lo horrible que es el empate”.

Por supuesto, no siempre es así; en ocasiones el empate se torna casi heroico gracias a una buena historia, a una narración tanto épica como moral que revalora las condiciones más que el resultado o las cualidades más que las cifras. Es el caso del ajedrez, un juego cuyas exquisitas reglas en torno a los empates (tablas) hacen que las partidas donde nadie resulta ganador ni perdedor sean auténticas historias para contar y aprender.

Y, sin embargo, hay algo en el empate que parece clamar desde lo más profundo de la psique humana y que exige ganar (incluso a la mala) o perder (de preferencia honorablemente), pero que aborrece esa terrible indefinición. Es como si al lanzar una moneda al aire, ésta cayera de canto y se sostuviera en esa terca vaguedad e indeterminación, desatendiendo y despreciando a todas las apuestas.

Ahora imaginemos que una fuerza misteriosa hiciera desaparecer a esa moneda sin aclararnos el resultado y sin darnos incluso la posibilidad de volver a realizar la apuesta. ¿Habría paz o tranquilidad mental con esa incertidumbre? Es seguro que no. El empate, por decir lo menos, nos incomoda; aunque, si es producto de una buena historia, tiene potencialidad de animarnos.

Esto se ha visto incontables veces, por ejemplo, en las finales de futbol. Ante todo debo advertir que no soy un experto en la materia –ni siquiera soy un buen aficionado– pero sé que al empate en este juego se le otorgan diferentes valoraciones dependiendo de cómo se haya llegado a él.

En primer lugar está el ‘empate soporífero’, el clásico 0-0 que se prolonga casi concienzudamente por los jugadores o los directores técnicos que parecen tener la misión de aburrir y molestar a los espectadores; en ese tedio total, incluso el azar podría tener más tino y empeño que los participantes del juego. Luego viene el ‘empate pactado’, da igual si es a ceros o a doscientos tantos, siempre provoca una indignación supina, la ira del respetable que no soporta ser estafado de tal manera.

Pero todo cambia con el ‘empate épico’, es decir aquel que crea la hazaña de remontar mucho trecho, desde la aparente e ineludible derrota hasta alcanzar el empate: una proeza. Esta situación provoca la misma cantidad de emoción entre quienes remontan y quienes se ven remontados; pero son emociones distintas, una imprime entusiasmo y admiración mientras la otra, vergüenza y agobio.

Y finalmente están el ‘empate técnico’ y el ‘empate metafísico’. El primero siempre tiene que ver con el tiempo. Así, algo puede estar en ‘empate técnico’ en un momento previo a la definición; por ejemplo, las intenciones electorales según las encuestas o un empate en espera de un voto decisivo ya sea de un miembro externo o de uno interno cuyas cualidades de poder son diferenciales específicamente para estos accidentes. Es decir, un empate técnico siempre se resuelve junto a la variable del tiempo y de una toma de decisión.

El ‘empate metafísico’ es, sin embargo, esa extraña sensación de ver o participar de incesantes acontecimientos pero cuyos conflictos quedan en completa irresolución; es decir, como si se pudiera testimoniar una batalla que deja todas las cosas tal y como estaban, de suerte que el espectador tiene la sensación de que algo decisivo estaba por ocurrir, pero que no ocurrió en absoluto.

Hay algo interesante respecto a este empate, su relevancia se encuentra en su singular vacío, en su perturbador equilibrio, en la manera en cómo niega cualquier acto, incluso cualquier pensamiento. Como si en la creación nada fuera creado o en el caos no se desordenara nada o en la destrucción todo permaneciera igual. La mera existencia de este ‘empate metafísico’ en la mente humana es una afrenta a nuestra existencia, como si hubiera caminos sin destinos, eventos sin desenlace, un perpetuo ‘ahora’ o un presente inmóvil.

Huimos del empate pero necesitamos de esa ficción para que los conflictos o las contiendas nos signifiquen algo. Para que la lucha tenga propósito y el esfuerzo, sentido. O como decía M. Luther: plantar un árbol incluso bajo la conciencia de que el mundo se cae a pedazos. Hemos recibido tanto que vale el esfuerzo devolver tanto por cuanto, incluso más, para no quedar empatados.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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