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Felipe Monroy

Itinerario 2024: Autoritarios vs autoritarios

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En la recta final de las campañas electorales deberíamos alegrarnos por la gran fiesta democrática que vivimos, la cual se renueva con regularidad a través de la participación de múltiples voces, de la competencia discursiva de propuestas y promesas, de la visibilización de urgencias sociales y de las expectativas de mejora permanente en el servicio público; sin embargo, los vientos autoritarios amenazan con barrer y convertir en un campo estéril la vida democrática del país.

Lo primero es analizar la realidad sin caer en simplismos: el pensamiento autoritario no es exclusivo de quien detenta el poder; también es autoritario quien busca ese poder con fundamentos exclusivamente pragmáticos. Bajo esta perspectiva podemos asegurar que tanto la cúpula del partido en el poder como las élites de los partidos que desean arrancárselo pecan de la misma actitud antidemocrática, evidentemente en contra de lo que cientos de miles de candidatos, simpatizantes y adherentes han estado haciendo en los últimos meses a ras de suelo y entre la gente que desean convencer de una idea o de una propuesta.

Hoy, el autoritarismo verifica la legitimidad de su líder o de la élite en el poder no con los valores revolucionarios o carismáticos como en el pasado, sino en órdenes finales tecnocráticos y burocráticos. En el pensamiento autoritario suele haber más orden y unidad que libertad y diversidad, pero lo que realmente lo define es que en él no cabe la utopía porque todo es pragmatismo, incluso a pesar de que los objetivos de su búsqueda de poder puedan ser situaciones ideales. Es decir, en el autoritarismo no cabe la posibilidad del ‘deber ser’ sino ‘lo que es’ y la instrumentación de todo lo ‘posible’ para convertirlo en lo ‘necesario’.

Me explico: A pocos días de que concluyan las campañas y los ciudadanos se lancen a votar como puedan y donde puedan, se han exacerbado los sentimientos autocráticos de la política desde todos los frentes: tanto del oficialismo como de la oposición.

En primer lugar, las propias estructuras del poder político con más peso administrativo y territorial están soportando en sus propias fuerzas omnímodas la elección de su candidata. Tras una campaña más bien precarizada en propuestas futuras y sustentada casi integralmente en la defensa de un gobierno que le precede y le prescinde, la candidatura oficialista nunca buscó crecer ni contagiar de ensoñaciones renovadas a la ciudadanía sino arraigar la confianza en el control, en la operación y la masiva estructura alcanzada en la última década por su partido. Más que una campaña horizontal y popular, se ha edificado una verticalidad jerárquica incólume donde todos saben qué hacer, qué decir y cómo hacerlo.

Por su parte, la oposición –debido a las imposiciones de élites que han controlado y manipulado los sentimientos anti lopezobradoristas– renunció a hacer una campaña de ideas y propuestas, sus liderazgos no consideraron importante convencer a la población de imaginarse un futuro bajo condiciones distintas de las vigentes y sólo buscaron llenar de miedo al votante respecto a sus contrincantes. El horizonte temporal de la oposición es brevísimo, es tan corto que se limita al 2 de junio; después de eso, no hay proyecto, no hay política y no hay certeza de nada; ni para ellos. El spot donde se desprecia y relativiza la existencia de la tercera fuerza política en juego (aunque en una democracia deben existir tantas opciones partidistas como la ley y libertad lo garanticen), refulge el autoritarismo al relativizar el juego democrático e imponer de forma privativa y restrictiva la participación ciudadana.

También, como el tiempo terminó de corroborar, los oleajes rosáceos y las estructuras partidistas manipularon la idea de ciudadanía y diversidad aunque estuvieran regenteados desde el inicio por un interés pragmático cupular que desprecia incluso los principios y valores de las instituciones partidistas que utiliza para sus fines.

Los rasgos del pensamiento autoritario dominan en las principales fuerzas políticas (institucionales y fácticas) y se imponen en el feliz bullicio democrático local y regional donde se viven de otra manera los debates, los recorridos, las campañas a pie de plaza, los encuentros y desencuentros, los mítines, etcétera; el autoritarismo se impone con sus búsquedas de centralizar el poder, con deseos de controlar la participación propia y ajena, y con una actitud de pragmatismo oprobioso.

Pero sobre todo, el autoritarismo que hoy se asoma en los liderazgos de las élites políticas parece intentar implantar sus objetivos utilitarios a través de una negación del componente utópico en la base de la estructura de poder. Es decir, al no alimentar la representación de una sociedad idealmente favorecedora para el pueblo mexicano, sólo pervive el miedo, el control y la instrucción militante. Ahí, ya no hay un “juego” democrático sino un autoritarismo tecnocrático.

La ciudadanía democrática por tanto implica mirar más allá de los procesos electorales como el que vivimos; porque de lo contrario sólo se hace eco a la movilización discursiva de las élites que promueven de forma intensa y sostenida sus propios intereses arbitrarios y absolutistas. O, como diría el polémico spot que le da el avión a las necesidades concretas del votante, relativizándolas e imponiendo su propio interés como la única preocupación válida: “Sí sí güey… pero ahorita lo que tenemos que hacer es…”.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe



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Felipe Monroy

Señales vaticanas al episcopado mexicano

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Dice el refrán de la diplomacia vaticana que “de Roma viene lo que a Roma va”; que en el fondo sólo explica que la Santa Sede no se involucra en asuntos locales sino hasta que éstos piden consejo o apoyo al Vaticano. Es decir, es sumamente raro que de Roma surjan instrucciones u orientaciones inmotivadas, dirigidas a las Iglesias nacionales o locales; sin embargo, sí hay un instrumento de influencia y comunicación que tiene su propia naturaleza y su propio mensaje: se trata de los imprevistos nombramientos episcopales.

Desde hace décadas, la maquinaria eclesiástica mexicana ha pulido con mucha eficiencia los procesos de promoción episcopal. Gracias a una buena relación burocrática con la Santa Sede y a una sistematización en la evaluación, valoración y seguimiento de los candidatos al colegio episcopal, los obispos mexicanos han sido el principal estructurador de su propio episcopado. Cumplen la máxima: Los informes que van a Roma de sus sacerdotes candidatos a obispo (con dos evidentes aduanas: la Conferencia del Episcopado Mexicano y la Nunciatura Apostólica en México) casi siempre retornan en forma de nombramiento episcopal. Sucede igual con las promociones de obispos auxiliares a obispos diocesanos y de éstos a arzobispos metropolitanos; la carrera eclesiástica mantiene cierta disciplina en los escalafones jerárquicos.

Este mecanismo funciona, pero de vez en cuando es Roma la que sorprende con intuiciones que en ocasiones rebasan los mecanismos ya probados. El 21 de junio pasado, la Santa Sede liberó el anuncio del nombramiento del sacerdote yucateco, Luis Alfonso Tut Tún como obispo auxiliar para la Arquidiócesis de Antequera-Oaxaca. El nombramiento no es necesariamente inesperado pero sí repentino y quizá ligeramente anticipado cuyo objetivo no parece ser otro que el de apoyar en un momento clave a la Iglesia mexicana, especialmente en lo que respecta a las relaciones tanto políticas como comunicativas que el episcopado nacional estará obligado a atender con las autoridades civiles en el país.

Tut Tún es un sacerdote yucateco de 46 años, originario de Acanceh (apenas a 30 kilómetros de Mérida), recibió el orden presbiteral a los 28 años e inmediatamente fue enviado a Roma a estudiar en el Pontificio Ateneo de San Anselmo; regresó a la Arquidiócesis de Mérida y realizó un intenso trabajo como vicario parroquial, capellán, asesor de movimientos laicales y profesor de seminario. Sólo estuvo cortos meses en su patria para ser enviado nuevamente a Roma como oficial de la poderosa Congregación para los Obispos de la Santa Sede.

Durante 13 años, Tut Tún trabajó en las entrañas del Vaticano primero para el legendario cardenal Giovanni Battista Re (hoy, decano del Colegio de Cardenales) y después para uno de los más activos funcionarios vaticanos, el cardenal canadiense Marc Ouellet, quien retuvo al sacerdote mexicano durante toda una década y hasta que la reforma de la Curia Romana y su constitución apostólica Praedicate Evangelium entraron en vigor en junio del 2022. Al finalizar ese verano, Tut Tún volvió a México para ser atinadamente enviado a labores parroquiales por el arzobispo de Mérida, Gustavo Rodríguez Vega; una designación que cumplía con la preparación episcopal actual puesto que los candidatos al solideo idealmente deben cumplir con experiencia como formadores, como funcionarios y como pastores. Sin embargo, nuevamente con gran celeridad, Tut Tún es promovido por la Santa Sede como obispo auxiliar en Oaxaca.

El perfil y las altas cartas credenciales romanas del sacerdote Tut Tún como obispo auxiliar para la arquidiócesis comandada por Pedro Vázquez Villalobos (quien debe presentar su renuncia en un par de años) incluso confundieron a la prensa local creyendo que el papa Francisco marcaba la sucesión anticipada del jaliciense. Nada más lejos de la verdad y, sin embargo, el vertiginoso nombramiento de Tut Tún quizá sí conlleva un mensaje desde el Vaticano a la Iglesia mexicana.

En el último lustro, la Iglesia en México ha mostrado interés de participar en el debate público en muchos temas; y no siempre en su agenda prioritaria (dignidad humana, construcción de paz, evangelización, misión, caridad comunitaria) sino en asuntos limítrofes de lo político-partidista e incluso en lo técnico-administrativo del Estado mexicano. Ha pasado una década desde aquel discurso del papa Francisco dado el 19 de mayo del 2014 a los obispos mexicanos en visita Ad limina (“A los Pastores no compete, ciertamente, aportar soluciones técnicas o adoptar medidas políticas, que sobrepasan el ámbito pastoral”) y no se deja de caer en la misma tentación: si la agenda política mexicana es caótica, por ello parece una obligación de la jerarquía eclesiástica querer explicarla o arreglarla a fuerza de comunicados o intervenciones mediáticas. Perseguir los desenfrenados carruajes faraónicos (las agendas de poder fáctico-comunicativo) hace perder con frecuencia la perspectiva de las urgencias reales e inmediatas del pueblo creyente y de la ciudadanía.

La distancia emocional con la política mexicana y la probada experiencia del obispo electo Tut Tún en las más arduas esferas pontificias son una señal inequívoca desde la Santa Sede para que la Iglesia nacional comience a reflexionar en los perfiles de servicio y representación que requerirán las próximas elecciones en la Conferencia del Episcopado Mexicano.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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Felipe Monroy

Una espada cargada de demonios

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En la antigüedad se solía decir que la espada de un rey, aunque jamás hubiera sido utilizada en la guerra, guardaba los mismos demonios que la de sus generales y soldados en el campo de batalla. Y hoy sirve esa metáfora en forma de advertencia respecto a lo que ocurre en el seno de lo que siempre se ha autodefinido como “Cuarta Transformación de la vida pública de México”; pues más allá de los acuerdos o las normas alcanzadas en la cohorte morenista, los tejidos de sus blasones son inseparables de quienes aportaron en la contienda, pertenezcan o no a la nobleza partidista.

El conflicto que se cuece en el interior del movimiento político tiene dos lecturas y ambas anticipan cambios importantes: O el poder no alcanza a repartir los beneficios del triunfo a todos los aliados o el movimiento ha desaparecido para convertirse en estructura. Como sea, el ‘segundo piso’ de la Cuarta Transformación está obligado a cimentarse en redefiniciones radicales de poder y de justicia, al punto de cambiar ideales por disciplina.

Es claro que todo triunfo electoral en un contexto democrático genera euforia y renovación de confianza en los partidarios y adherentes a un movimiento político; sin embargo, cuando los principios y valores se consolidan en normas y acuerdos, reviven los Trasímacos y los Glaucos para redefinir el sentido utilitario del poder y de la justicia como se expresan en la ‘República’ de Platón.

En los diálogos platónicos, Trasímaco afirma que la justicia no es otra cosa que la “conveniencia del más fuerte”. Así, más allá de los principios o valores éticos, morales o universales que pueden revestir a la justicia, ésta se vuelve un mecanismo de interés de quienes tienen el poder. No es ninguna sorpresa que los vencedores de un proceso electoral democrático estén obligados a consolidar su poder y promover políticas que beneficien a su propio grupo incluso por encima de las búsquedas o intereses cercanos de los aliados en la contienda; sin embargo, en el proceso deben renunciar a los principios para imponer normas o acuerdos. Bajo esta lectura, el poder ya no se moviliza, se conserva; y se conceden facultades por pacto más que por intención. Este es el primer demonios de espada en el rey vencedor.

El otro personaje de los diálogos platónicos es Glauco y él plantea una reflexión complementaria a la idea de la justicia y el poder. Glauco asegura que la justicia es sólo una carga que el individuo soporta exclusivamente por temor al castigo. Al igual que Trasímaco, no considera que la justicia se ponga en práctica porque sea inherentemente buena o bondadosa; sin embargo, a diferencia de aquél, cree que no es el poder sino el riesgo de ser descubiertos o el potencial castigo el que disuade al individuo a cometer injusticias. Bajo su interpretación (y el relato del Anillo de Giges que, haciendo invisible a su portador, lo convierte en un violentador de todas las normas existentes), el único límite del poder para cometer injusticias es la visibilidad de sus actos. El segundo demonio en la espada del rey es la espada misma, la evidencia de su mal obrar.

En el fondo, el riesgo es el mismo: caer en la tentación de utilizar la justicia de manera instrumental, más para mantener orden y consolidar el poder, menos para fomentar la equidad y el respeto a valores comunes en torno a la ley y la dignidad.

Los vencedores políticos -todos- buscarán la consolidación de su poder, centralizarlo y marginar a los opositores, es parte del juego; sin embargo, si la justicia se manipula para servir exclusivamente a fortalecer al poderoso y no para abrir espacios de equidad a los débiles, no sólo se desvirtúa su propósito sino se pone en riesgo la búsqueda del bien común. Y la centralización del poder es el menor de los males para la justicia: el nepotismo, la corrupción y la instrumentalización de la misma son rasgos que pueden generar crisis no sólo de legalidad, sino de legitimidad del poder obtenido. Ello siempre deriva en la erosión de la cohesión y el tejido social y, eventualmente, en conflictos y protestas.

La conversión de un movimiento político en una estructura de poder casi siempre muta sus principios éticos y morales originales en mecanismos de control; y ahí lo único que conjura ese riesgo es el compromiso del dueño de la espada. La justicia en su uso requiere transparencia y responsabilidad. Tras un triunfo electoral, es imperativo mantener un equilibrio entre el ejercicio del poder y la promoción de la justicia, asegurando que las políticas y acciones de los liderazgos reflejen un compromiso genuino con el bienestar de toda la sociedad y no solo con los intereses de grupo o de unos pocos.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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Felipe Monroy

Los frutos de la sangre

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La dimensión mística cristiana asegura que la sangre de los mártires fecunda la tierra; es una expresión que, sobre todo, consuela y anima a los sobrevivientes en dos convicciones: que los horrores, por más absurdos que parezcan, nos obligan a reflexionar; pero también, que en la memoria de las víctimas reside un potencial transformador radical. El mundo secular ha retomado el sentido de esta elocuente indignación y frente a los crímenes sin respuesta levanta su voz de forma semejante: “Nos sepultaron sin saber que éramos semilla”.

El próximo 20 de junio, se cumplirán dos años de los trágicos eventos en Cerocahui, Chihuahua, donde la furia asesina de un capo local terminó con la vida de cuatro personas en el transcurso de 24 horas hasta ser literalmente apaciguado por religiosos jesuitas, dos de los cuales pagaron con la vida su exhortación a la paz y la calma.

El asesinato de los religiosos Javier Campos y Joaquín Mora constituye una herida profunda en el tejido social y ha puesto de manifiesto la urgente necesidad de un compromiso genuino y sostenido hacia la construcción de paz. Este trágico evento no solo enlutó a la comunidad católica mexicana, sino que también despertó cierta conciencia apaciguada en no pocos sectores sociales sobre la violencia que afecta a muchas regiones de México. La respuesta colectiva y estructurada a estos crímenes fue un claro ejemplo de cómo la sociedad puede organizarse para atender el drama de violencia en el país, para exigir justicia y promover un entorno más seguro para todos.

Tras el asesinato de Mora y Campos, se han realizado una serie de acciones que implicaron diálogo y compromisos de paz compartidos. Este proceso involucró a diversos actores sociales, políticos y religiosos, quienes entendieron que la violencia no se combate sólo a través de medidas punitivas, sino también con esfuerzos conjuntos que buscan sanar las heridas sociales y prevenir futuros conflictos.

En los últimos meses, durante las campañas electorales, se realizaron notables eventos coronados por las firmas de compromisos de paz por parte de los candidatos a diferentes puestos de representación popular. Ahora que los aspirantes ya han sido electos y -si son consecuentes con lo que firmaron- deben mantener abierto el diálogo con esa parte de la sociedad civil, pues la firma y el evento sin duda fueron un simbólico pero crucial acto público que refleja el deseo compartido por transformar la realidad desde sus raíces. Unas raíces que deben ser alimentadas con la memoria de las víctimas, con la sana y activa indignación transformadora.

Dice el papa Francisco que la construcción de paz se asemeja a un delicado y tenaz tejido social, en el cual cada hilo representa un esfuerzo individual y colectivo que, entrelazado, forma una red resistente, cohesionada y duradera. Este tejido no se crea de la noche a la mañana; requiere paciencia, perseverancia y la voluntad de abordar los problemas de manera integral y colaborativa. La paz no es la mera ausencia de conflicto, sino la presencia de condiciones que permiten el desarrollo pleno de las personas y las comunidades. En este contexto, la paz se construye a partir del diálogo, la justicia y el reconocimiento de la dignidad humana.

Los hechos de Cerocahui evidenciaron que la violencia no solo afecta a las víctimas directas, sino que se extiende a todo el entorno social, generando miedo, desconfianza y fragmentación. Pero también nos ha recordado que, la memoria es una fuerza activa: La respuesta colectiva ha sido un testimonio de resiliencia y una demostración de que, a pesar de la gravedad de los actos de violencia, la sociedad tiene la capacidad de unirse y trabajar hacia un objetivo común.

Este movimiento por la paz emanado e irradiado desde la Tarahumara en Cerocahui muestra cómo la construcción de paz implica la participación activa de todos los sectores, incluyendo a líderes comunitarios, organizaciones no gubernamentales, autoridades locales y ciudadanos.

Para este próximo 20 de junio, la Compañía de Jesús y otras organizaciones vinculadas a los diálogos por la paz organizan eventos orientados a fortalecer la #MemoriaCerocahui: Una misa en la parroquia de San Francisco Javier donde fueron ultimados los religiosos, un repique general de campanas en todos los templos jesuitas del país y la develación de un mural en la Ciudad de México, en la simbólica parroquia de la Sagrada Familia donde se veneran los restos de otro mártir jesuita mexicano contemporáneo: el beato Miguel Agustín Pro Juárez, el padre Pro.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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Felipe Monroy

Moltmann y la revolución de la esperanza

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El pasado 3 de junio falleció el teólogo protestante de origen alemán, Jürgen Moltmann (Hamburgo 1926-Tubinga 2024) quien en vida fue reconocido como “uno de los teólogos más influyentes e incisivos de nuestro tiempo” gracias en gran medida a su libro “Teología de la Esperanza” publicado en 1964 y cuyas bastas traducciones han enriquecido el diálogo sobre las motivaciones del andar humano.

La vida de Moltmann, sin embargo, también nos obliga a reflexionar sobre las profundas y largas heridas que la agresividad de los integrismos políticos provocan sobre la humanidad. Siendo joven, Moltmann participó en las infaustas “Juventudes hitlerianas” y por su pertenencia a dicha organización fue hecho prisionero en los campos de concentración británicos, hermanos mayores de los campos nazis y no menos crueles.

Al salir de prisión, Moltmann comenzó su periplo teológico por las recientes heridas mundiales producidas por los fanatismos nacionalistas y las fascinaciones bélicas, y comprendió que si la fe es un camino para descubrir la verdadera vida (una intensa experiencia de plenitud incluso en las dolorosas realidades del mundo), la esperanza es esa especie de potencia que conserva a cada uno de nosotros en ese camino.

En su obra “Esperanza para un mundo inacabado”, por ejemplo, expone una visión de esperanza obviamente enraizada en la teología cristiana y en la promesa de un futuro mejor. A diferencia de la esperanza de la tradición filosófica griega que la contempla como el peor de los males y el principal engaño que los dioses dejaron a la humanidad; Moltmann afirmó que la esperanza no es una simple ilusión o una evasión de la realidad, sino una fuerza que transforma e impulsa a los seres humanos a actuar en el presente, con la mirada puesta, eso sí, en un futuro más justo y equitativo.

La perspectiva de la esperanza escatológica (es decir, del final del tiempo y, por consiguiente, de la realización de la promesa divina) ofrece una fundamentación ética y espiritual para enfrentar las injusticias y las crisis contemporáneas, sugiriendo que la transformación social es posible y deseable.

Esto, además, no son solo palabrejas inasibles. La perspectiva de esperanza que nos ha dejado Moltmann funciona específicamente para nuestro mundo político contemporáneo por su dimensión práctica y su imbatible tesón transformador.

Porque la esperanza, como reflexionó Moltmann, no tiene que ver con la fuga del mundo (como esos misticismos que inmovilizan y buscan el silencio apático y santurrón ante un mundo que sigue girando). La esperanza lucha por una realidad corporal y lleva al ser humano a involucrarse, a luchar por la realidad que comparte con sus congéneres, que no se satisface con las leyes ni con las realidades dolorosas de la tierra, ni acepta que los males sean inmutables: “Esta esperanza -escribió- no trae quietud, sino inquietud; no trae paciencia sino impaciencia; no clama el corazón sino que es el propio corazón inquieto en el ser humano”.

En nuestra época marcada por la polarización, la desigualdad y la crisis ambiental, la esperanza es un catalizador para el cambio positivo. Los líderes políticos, inspirados por esta visión de esperanza, pueden trabajar hacia políticas que no solo aborden las problemáticas más inmediatas, sino también podrían promuevan una visión a largo plazo de justicia y sostenibilidad.

Por ejemplo, las iniciativas en favor de la justicia social, la reforma del sistema de salud y las políticas ambientales sostenibles pueden ser vistas como actos de esperanza que buscan materializar un futuro más humano y solidario. Porque la esperanza no es un ideal abstracto, sino una herramienta práctica para la construcción de espacios de convivencia y comunidades conciudadanas para un mundo mejor, reflejando una confianza activa que transforma la realidad presente en anticipación de un futuro redimido.

*Director VCNoticias.com @monroyprensa

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