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Felipe Monroy

Valores cristianos y democracia: legado compartido entre México y España

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En días pasados tuve oportunidad de escuchar una reflexión muy nutrida del cónsul general de España en México, Manuel Hernández Ruigómez, sobre la influencia de los valores cristianos en la formación de los sistemas democráticos. El tema podría parecer delicado en estos momentos tan agitados en donde la histórica relación entre España y México transita por dificultades derivadas de una mutua dureza en las certezas nacionalistas y una falta de apertura a horizontes compartidos fraternalmente.

La perspectiva del cónsul parte de la idea de que el proceso de evangelización en tierras americanas contuvo fermentos de valores proto-democráticos, principalmente entre algunos clérigos católicos que –ante el gran cambio de época que significó la colisión y encuentro de dos civilizaciones– optaron por promover y defender la dignidad de la persona. Líderes sociales y religiosos que, arriesgando su posición de privilegio, alzaron la voz en defensa de los pueblos sometidos y de las víctimas de los abusos cometidos por las élites poderosas de aquel singular momento.

Y es que, la igualdad en dignidad de cada persona ante la sociedad así como la lucha por los auténticos derechos humanos constituyen, efectivamente, elementos imprescindibles para el diálogo democrático y para que todos los ciudadanos participen horizontalmente en las decisiones de gestión social y pública que les atañen. Y, sin embargo, hoy la esencia misma de estos valores democráticos está en cuestionamiento en muchas naciones, incluidas la República de México y el Reino de España. Democracias que para algunos deben estar hiper reguladas a través de elitistas e inaccesibles burocracias doradas que salvaguardan manuales electorales (viene a la mente una alegoría de un médico que prefiere salvar su vademécum en lugar de a su paciente); y que para otros deben limitarse a un ‘aplausómetro’ de inasibles mayorías bulliciosas.

El cónsul Hernández Ruigómez destaca acertadamente el papel fundamental que jugó la evangelización en la conformación de la identidad cultural de México y América Latina. La llegada de los misioneros franciscanos en 1524, hace 500 años, marcó el inicio de un proceso que, más allá de su dimensión religiosa, sentó las bases de muchos de los valores que hoy consideramos fundamentales en nuestras sociedades democráticas como el respeto a la dignidad humana, la igualdad, la solidaridad, el bien común, el derecho a la identidad y la libertad. Y aquí debo aclarar que “sentar las bases” no es igual a “llevar a plenitud”; es decir, no se debe absolutizar en positivos o negativos el complejo encuentro entre dos mundos.

Es decir, tampoco hay que minimizar la extensa evidencia histórica de los muchos signos de violencia sistemática que ha acompañado la historia de nuestro país pero no sólo durante la Conquista y el Virreinato sino en los primeros años del México independiente, de la Reforma, la Revolución e incluso de la Post-revolución con su institucionalización del poder omnímodo, el cual no estuvo exento también de persecución social, gremial, ideológica y religiosa.

Así que podemos señalar que, si bien hubo un avance en los valores constructores de democracia desde el Encuentro de las Dos Culturas, sería una necedad confundir semillas con frutos. Condiciones de coerción extrema y desigualdad de poder son heridas aún pulsantes en la piel de las naciones americanas; varias de ellas provienen de la colisión entre los estados-teológicos prehispánicos y los estados-teológicos europeos; pero muchas también son parte de nuestro largo y doloroso proceso de construcción del Estado plurinacionales modernos.

Con todo, tiene razón el cónsul al recordarnos que la contribución del pensamiento cristiano-hispánico al desarrollo de los conceptos de derechos humanos y dignidad de la persona fue vanguardistas en su época y es precursor en la conceptualización de los derechos universales, mucho antes de las declaraciones humanísticas inglesas o francesas.

Y esto es importante hoy, que nos parece nuevamente urgente contextualizar estas reflexiones en el vergonzoso momento que viven las relaciones entre México y España. Ambos países han evolucionado como naciones diversas y plurales, cada una con su propia trayectoria histórica y composición social única; y ambas han sido también tristemente negligentes en el reconocimiento de sus complejas realidades pluriculturales.

México, con su rica herencia indígena y su singular proceso de mestizaje, aún falta abrirse al reconocimiento de una identidad nacional reconciliada que integre todas las múltiples tradiciones que lo hacen justamente un mosaico de culturas. La influencia hispánica en nuestra nación es innegable y coexiste con un sustrato prehispánico igualmente valioso y con las aportaciones de otras culturas que han enriquecido al país a lo largo de su historia.

España, por su parte, también ha experimentado transformaciones significativas, convirtiéndose en una sociedad multicultural que acoge diversas comunidades y tradiciones, algunas que retornan desde las marginalidades después de siglos de ostracismo y desprecio, renovando –no sin dolor– un fuerte vínculo con su pasado histórico.

Así, en este contexto tan intrincado, el actual debate sobre los errores diplomáticos parece menor ante la necesidad de un reconocimiento mutuo de los aspectos complejos de nuestra historia compartida, el cual debe abordarse desde una perspectiva de madurez y entendimiento mutuo.

Hoy México y España son naciones plurales y diversas, ambas han superado etapas funestas y dolorosas, y ahora se enfrascan en nuevos desafíos que ponen en riesgo los fundamentos del respeto, la igualdad y la infinita dignidad humana. Sólo una visión crítica y honesta de los aspectos más dolorosos de nuestro pasado común puede hacernos recordar cuáles son esas bases comunes de valores que nos pueden ayudar a responder ante los desafíos globales actuales.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe



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Felipe Monroy

Todos los cuadros, el cuadro

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La conformación de cuadros políticos es una tarea imprescindible para las organizaciones partidistas cuya necesidad vital es crecer, mantener la disciplina y formar más grupos sociales bajo los principios y valores ideológicos de su movimiento político. Funcionan, además, como una maniobra de pinza porque mientras fortifican las estructuras centrales de operación política del movimiento también gestionan avanzadas a los flancos más periféricos de la sociedad para seducirlos e integrarlos.

Bajo la teoría del Partido-Estado, los cuadros son grupos de intelectuales-actores comprometidos, activos y experimentados, su fidelidad a los principios políticos los convierte en los mejores operadores del desarrollo del movimiento, al tiempo de revestirlos con atributos moralizadores para vigilar, denunciar, premiar o sancionar los comportamientos de los integrantes del movimiento.

Los cuadros políticos sirven además para forjar proyectos transgeneracionales pues en la formación de los mismos, en la fidelidad a las estructuras y a los principios, se encuentran los personajes de recambio, la renovación de los liderazgos que mantengan la esencia aunque los tiempos y los desafíos vayan cambiando. En México, la institución partidista que hizo de la formación y la operación de los cuadros todo un arte y, al mismo tiempo, el andamiaje de la cultura política nacional fue el Partido Revolucionario Institucional.

Todos sabemos que, en el pináculo de su poder comenzó -paradójicamente- el camino hacia su derrota. No hay razones aisladas que expliquen ese fenómeno; sin embargo, la historia nos permitió ver algunos factores. En primer lugar, cada vez fue más difícil encontrar orígenes “saludables” de los cuadros partidistas, esto es: grupos o gremios, locales, comunitarios o incluso vecinales, cuyo reclutamiento no estuviera estigmatizado por el inmenso andamiaje estructural de intereses vulgares de cuotas y cuates, y de una abyecta obediencia aferrada a recompensas cada vez más insustanciales.

Y, en segundo lugar, la ‘elitización’ de los cuadros superiores del partido revelaba un proceso de enfermedad sistémica del propósito de los cuadros (fidelidad y formación). Los cuadros ‘superiores’ no tenían los mismos objetivos de los cuadros ‘inferiores’; pues mientras a los primeros se les privilegió de un abuso de poder bajo una doctrina y principios distintos a los aplicados en cuadros ‘menores’; eran estos últimos los que masivamente quedaban a merced de otras ofertas políticas.

Evidentemente, esto no es lo único que favoreció el viraje político-partidista de grandes porciones de la sociedad mexicana en los últimos veinte años (un largo periodo de cinismo corruptor y pésimas decisiones en materia de administración pública también ayudaron); pero sí quizá explique el veloz crecimiento de los nuevos cuadros políticos del partido hoy en el poder: la formación de la cultura política-partidista ya estaba nutrida por una lógica de participación, interés común y valores compartidos; y, al mismo tiempo, la identificación de la sincronicidad de las fuerzas adversarias era evidente para todos, menos para los partidos que desde nomenclaturas distintas obran idénticamente.

Pero, ¿por qué es relevante reflexionar sobre esto ahora que los nuevos cuadros partidistas en control de las principales estructuras de toma de decisiones experimentan una cúspide de identidad, orden, disciplina y poder? Porque la aceleración de los procesos de gestión, control y dominio también puede afectarles de manera más vertiginosa: nadie puede ocultar la trágica ironía de que los dos nuevos líderes partidistas, hijos sanguíneos de encumbrados líderes del movimiento, conserven la consigna democrática contra el nepotismo y el privilegio estructural de las dinastías familiares.

Sólo quien tiene poca memoria –o poco interés de aprender del pasado– podría hoy valorar las moralizaciones que los viejos líderes de los cuadros encumbrados del poder hacen sobre los cambios políticos que se gestan; pero también un desmemoriado –voluntariamente o no– podría estar repitiendo los mismos errores que llevaron a la debacle a aquellos ideales políticos que soportaron en el pasado a las más sólidas estructuras político-partidistas.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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Felipe Monroy

Tolentino de Mendonça: Salvar el instante

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Resulta difícil elegir algún acento lírico en el pensamiento del prolífico cardenal, poeta, ensayista y teólogo portugués, José Tolentino de Mendonça –quien estará diez días en México, realizando un recorrido de encuentros y diálogos para repensar la educación y la cultura en las turbulencias de la lenta irrupción de un cambio de época– pero, si fuese imprescindible, preferiría ese interés por salvar el instante de la existencia y que se evidencia en algunas de sus obras.

Siendo cardenal –una función eclesiástica para ser gozne del Sumo Pontífice con todo lo gobernable–, De Mendonça parece limitar su interés por lo efímero. Mientras algunos purpurados, del pasado y del presente, van edificando su imagen en obras faraónicas y ambiciosos proyectos con ansias de posteridad, el cardenal-poeta se muestra desconfiado de esas certezas (“…la vida parecía / difícil de establecer por encima del alto muro”). Escribe incluso en frases cortas, en escenas fugaces y recuerdos precisos, pero –vaya sorpresa– en un mundo que transmuta en paradigmas, quizá sólo lo breve sobreviva a la agitada transición. Por ello, Tolentino de Mendonça afirma que los verbos clave de la experiencia dialogante son “observar, describir y escuchar”, nada más. Ni teorizar, ni imaginar, ni elegir; la simpleza transmite verdad, incluso aceptando el riesgo de su ambigüedad.

Pero aún más, ese diálogo es estrictamente corpóreo, está fincado en la experiencia terrenal como apunta en su Teoría de la frontera: “El cuerpo sabe leer lo que no ha sido escrito”. Es decir, si en la palabra cada instante se acrisola en el tiempo; esa palabra no es inasible sino plenamente física, humana; una palabra ‘habitada’.

Esto último queda manifiesto en su poema dedicado a la Encarnación, a la plenitud gloriosa arrojada a la verdad humana o, como reza el Ángelus, “el Verbo de Dios se hizo carne / y habitó entre nosotros”. Tolentino de Mendonça observa y describe esos instantes que se salvan en el cristal de la memoria divina: “Dentro de nosotros nace Jesús / dentro de estos gestos que en igual medida / revisten de esperanza y de sombra. / Dentro de nuestras palabras y su tráfico sonámbulo, / dentro de la risa y la vacilación, / dentro del regalo y del retraso, / dentro del torbellino y la oración, / dentro de lo que no sabemos o no hemos probado todavía […] dentro de cada edad y estación, / dentro de cada encuentro y cada pérdida, / dentro de lo crece y lo que cae […] dentro del ahora y dentro de lo eterno”.

Esos instantes –parece decirnos el poeta– quizá se pierdan para la Historia pero no para la Salvación; pero además, su existencia ‘habla’ en una clave poco valorada por nuestra época: se expresan en silencio: “Más allá del juego de nuestras defensas / algo recóndito, / la intensa soledad de las tormentas, / los campos anegados, / los lugares sin respuestas // Tu silencio, oh Dios, perturba por completo los espacios” o como también apunta en Escuela de silencio: “Que tu silencio sea tal / que ni el pensamiento lo piense”.

Tolentino de Mendonça como poeta construye un espacio simbólico que pone en el centro lo efímero y fugaz como milagros “observables”, reconoce una existencia auténtica y contemporánea capaz de entregar enigmas y abismos cósmicos (su intertextualidad, por ejemplo, es tan arriesgada que hace referencias a canciones de rock o titulares de noticias y las hace convivir con lo clásico y lo sagrado); pero sobre todo, se regocija en el uso natural de las palabras sin apelar al juego lingüístico: “Podría morir por sólo una de esas cosas / que traemos sin poder decirlas”, dice en Camino blanco.

Sobre todo, resulta interesante explorar la dimensión religiosa del cardenal-poeta. Tolentino Mendonça ofrece una catequesis distinta, lejos de la plástica ortodoxa de la visión milagrosa pero mantiene una permanente mirada mística al acontecimiento. En su poema Anunciación (que alude al relato bíblico en que el arcángel anuncia a María la voluntad de Dios) el milagro no desciende sino que asciende de la tierra al cielo, y no transita de lo eterno a lo cotidiano sino de lo transitorio a lo perenne: “Es el rostro de la mujer el que anuncia la solemne procesión del sol que crece en su regazo. El misterio”, apunta.

De Mendonça reconoce que para él –paradójico siendo ministro de culto, arzobispo y cardenal– es difícil encontrar a Dios en los discursos espirituales normados, tipificados: “Todo lo que intenta domesticar a Dios se aleja de él”, dice sin inmutarse este purpurado, miembro de una institución religiosa que durante centurias canonizó la exquisitez mientras con desdén categorizó la vida cotidiana en angostas fronteras de reglas, deberes y preceptos.

Quizá por eso, este cardenal no revela el tradicional rostro dogmático de la Iglesia católica sino una nueva actitud frente al horizonte epocal donde colisionan todos los mundos viejos con todos los mundos nuevos. Y en ese choque, donde se imbrican múltiples capas culturales, reina un caos pero también refulge la naturaleza humana y la dimensión divina con sus arduas y necesarias labores: “La casa a la que a veces vuelvo está muy lejos / de la que dejé por la mañana / en el mundo; / el agua lo ha reemplazado todo / recojo baldes, estos jarrones permanecen / pero hace muchos años que llueve sin parar”. En ese ‘recojo baldes’ está la expresión mínima del instante divino más humanizado: salvar la vasija de entre lo anegado exige abajarse, es un acto penoso pero gentilísimo, compasivo. O como apunta en Revelación: “Mío es el oficio incierto de las palabras, / la evocación del tiempo […] Mío es la mirada provisoria, / de este río […] pero escondido en la brisa / eres tú quien recorre el poema / despertando a los pájaros / y nombrando a los peces”. Un instante, que abarca y salva a toda la humanidad.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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Felipe Monroy

¿Así se ve la democracia?

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Los eventos acaecidos en la semana merecen una explicación amplia y sopesada; porque las meras imágenes de los recintos legislativos tomados por actos violentos y las actuaciones de prestidigitación barata de ciertos grupos parlamentarios dicen poco aunque alarman mucho; y, por el contrario, sirven a distraer la narración contextualizada de lo que como país estamos viviendo. No importa dónde se ponga el inicio de nuestro relato político vigente, siempre tendremos discrepancias respecto a qué factores han incendiado la politización social que ahora nos intriga.

Por una parte, es sencillo consignar que el triunfo lopezobradorista en 2018 estuvo respaldado de un apoyo social y democrático realmente mayoritario de los ciudadanos politizados; y que, desde entonces, se ha intentado “transformar la vida pública del país” en un modelo distinto al que se había venido construyendo por lo menos desde finales de los noventa cuando los avances democráticos se representaban en una mayor participación de las fuerzas políticas disidentes en el espacio público y en la toma de decisiones (las reformas políticas jamás fueron una concesión desde el poder sino un triunfo de la disidencia), en el desarrollo de organismos autónomos descentralizados (no necesariamente transparentes ni auténticamente despartidizados) y en un juego mediático de intensa crítica a la administración pública aunque no necesariamente al poder (medios y periodistas continuaron siendo obsequiosos ante la ostentación de poderíos materiales).

Este choque provocó cierta actitud de alarmismo histérico en la que grupos de poder antagónicos se ampararon detrás de formalismos técnicos y de regulaciones laberínticas de su estatus adquirido en los márgenes de legajos burocráticos, para cuestionar al nuevo régimen político. Los poderes económicos, religiosos o políticos renunciaron a sus dimensiones superiores (la dinamización de lo material, de lo espiritual y de la acción social) para abogar por disposiciones técnicas de cierta estabilidad burocratizante de la democracia liberal (o democracia burguesa) a través de consignas mercadológicas grandilocuentes: “salvar”, “rescatar”, “defender”, “liberar” y un largo etcétera.

La consecuencia fue casi obligada: todos los espacios abandonados por las fuerzas políticas fueron cooptados por el poder del régimen y la reafirmación de su triunfo electoral, popular y ciudadano en 2024 fue apabullante. Para las fuerzas opositoras, que tomaron el papel antagónico como consigna total, simbolizó la pérdida tanto de su capital político como de su representación en el esquema burocrático del poder.

Sin resistencia y sin oposición –dice la física mecánica– un cuerpo con una fuerza que la pone en movimiento se acelera. Y el mandatario aprovechó sin miramiento el nuevo empuje para lograr el cambio que se le había resistido: la reforma al poder judicial de la Federación. Una reforma que todos, propios y extraños, consideran necesaria; aunque no todos coincidan en sus razones o no compartan la forma en que deben ser reestructurados sus mecanismos o su identidad. Como fuere, el proceso siguió los cauces que el poder faculta: la atención a una iniciativa de reforma ya presentada y analizada en la legislatura anterior; una suficiente representación en el congreso federal y los congresos locales; y, finalmente, una sucesión de acciones e impugnaciones que justo el poder judicial deberá dirimir.

Justo así luce la democracia, un juego de poder visto como fuerzas en colisión que producen efectos variados. Por supuesto resultan odiosas las imágenes de las apasionadas manifestaciones y la toma de los recintos legislativos tanto como repugnables nos parecen las muestras de pleitesía incondicional de legisladores que no es que hayan trabajado ‘al vapor’ sino formalmente enajenados y frenéticos.

Con todo, justo estos escenarios son el fermento necesario para que se forjen liderazgos de auténtico apasionamiento politizado. Liderazgos que comprendan que no estamos ante el final de la historia sino justo en la oportunidad de transformarla.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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Felipe Monroy

Mirar en el tiempo

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Consideremos por un momento que buena parte de nuestros conflictos se reducen a la tiranía del inmediatismo. No sólo hay algo por alcanzar, dominar o reivindicar sino que todo debe hacerse contrarreloj, en el pináculo de la fugaz oportunidad; aunque las consecuencias nos aguarden desconcertadas por nuestra ceguera autoimpuesta y furibunda.

Lo frenético parece el nuevo determinismo social. Nos asfixiamos en actuar rápida e irreflexivamente, colocando las fuerzas y la imaginación exclusivamente en los hechos más próximos. Quizá no sea puro desenfreno, pero nuestras diatribas se reducen al espacio que alcanzan los escenarios de las premuras. Miremos las marejadas que surcamos y descubriremos que las disputas se deben a las urgencias, no a la necesidad. ¿A qué se debe esto?

Para algunos, esta situación es producto de la velocidad vertiginosa que imponen las tecnologías o de la brevedad del poder en el vaivén pendular de la política. En cualquier caso, el mundo se contrae en la estrechez de un horizonte sometido con nuestras propias herramientas o por la coyuntura que la efímera ventaja valida nuestro señorío.

Hay, sin embargo, dos perspectivas que desatendemos al precipitarnos: la memoria y la esperanza. Con la memoria no sólo se fortalecen las raíces de nuestra cultura sino que también se atemperan las pasiones por el recuerdo de las sombras que han forjado nuestra historia. La esperanza, como apuntó Faulkner, nos ayuda a abandonar la seguridad de la costa para internarnos en mares nuevos buscando costas frescas; la esperanza supera todo conocimiento y toda experiencia. Ambas, en el fondo, son los cimientos de caminos originales, más creativos y humildes.

Pero en el espacio público hace falta quien nos enseñe a mirar en el tiempo, a observar no sólo lo que es o lo que puede ser, sino aquello que ha sido y aquello que resguarda el sentido de seguir siendo. Honrar la memoria no implica recordar únicamente, exige purificar y recobrar aquellos valores que no están perdidos en el tiempo; y vivir con esperanza no se reduce a la vana ilusión, obliga a que los actos estén habitados por la trascendencia, incluso los fracasos.

Mirar en el tiempo ayuda a no permanecer en la dimensión espacial de los conflictos que, al final, reducen el hogar y la casa común, a un sitio estrecho, de taza y plato, y de permanentes carencias. De hecho, en un relato poético, Carlos Pellicer advierte que hay cierta tristeza en achicar la patria después de venir de una historia y contemplar el dilatado horizonte: “Creeríase que la población, / después de recorrer el valle, / perdió la razón / y se trazó una sola calle”. Es decir, sólo desde cierta insania, quien ha experimentado la extensión y profundidad de la tierra y el tiempo, podría limitarse a erigir un camino indiviso.

¿Merece un pueblo que ha “recorrido un valle” (estupenda metáfora de su historia y su perspectiva) tener una sola calle, un único sentido, donde “pasan por la acera, lo mismo el cura, que la vaca y que la luz postrera”? ¿Debería nuestro pueblo, víctima de la prisa, capitular en memoria y esperanza, y reducir todas sus calles a una sola vía por mera conveniencia?

Pensemos en esta metáfora y pongámosla en nuestro contexto: El destino de nuestra patria no puede entenderse en los límites de lo que hoy conocemos sino en los horizontes de su historia y en el sentido de seguir construyéndose, a pesar incluso de todos los traspiés de su pasado y de su futuro. La realidad, adversa como ha sido, sin duda propicia la tentación de cambiarla de un plumazo o en la euforia del vertiginoso éxito; pero no se puede evitar pensar que ese impulso refleja el simplismo y el inmediatismo de nuestras certezas, y no la apertura a la energía latente de una transformación amplia, diversa y pluralmente enriquecedora.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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