Opinión

Vivir en el acelere

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Doce días tardó en reaccionar la Santa Sede al tristemente célebre episodio de la inauguración de los juegos olímpicos en París y a los guiños (voluntarios o no) a iconografía de inspiración cristiana en un show de travestismo musical. El entuerto en realidad lo acrecentaron sectores radicalizados de ambos espectros: unos que, desde un alarmismo pueril y leonino, elevaron la acusación a nivel de ‘blasfemia’ y otros que, burlándose de la inteligencia del respetable, acusaron a la audiencia de no ser expertas en obras del barroco neerlandés de la escuela caravaggista de Utrecht.

Tremendistas los segundos como los primeros, doblaron la apuesta de su victimismo a lo largo de esta última quincena. No me detendré en el utilitarismo político que pretenden tanto los usufructuarios económicos de la quimérica identidad colectiva-ideológica LGBT como los teatrales y auto designados ‘paladines del cristianismo occidental europeo’; pero sí en una de sus principales herramientas que lo mismo los hace masivos como insustanciales: la velocidad.

Pero también ha propiciado otros fenómenos también advertidos por grandes pensadores: el ‘emborronamiento’ de la realidad, que se puede entender como ese paisaje fugaz, difuso e indefinido de los costados de la carretera cuando vamos a gran velocidad. Si en ese costado hay personas o acontecimientos que realmente merecen nuestra atención por más de una fracción de segundo, no lo sabremos.

Otro caso semejante sucede con la trascendencia de los acontecimientos. ¿Cuántas veces no ‘saltamos’ de un tema a otro sin atender a detalle un proceso de comprensión profunda de los hechos? Los escándalos son tan intempestivos como insustanciales; nada cambia excepto el espectáculo que se renueva gracias a nuestra falta de atención.

Este tema es tan importante que un asunto tan señero como la pandemia del coronavirus, la cual se supuso sería un parteaguas y un cambio sustancial de nuestra actitud civilizatoria ante el prójimo, las relaciones comerciales y el cuidado de la única casa común que compartimos como humanidad, no movió un ápice a las dinámicas bélicas internacionales, el hiperconsumo o la degradación de la fraternidad universal.

La intrascendencia es el efecto de una sociedad tan acelerada que todo lo consumimos en “economías de temporada”. Si la moda se consume en microtendencias, los productos culturales no terminan de estrenarse cuando se anuncia lo siguiente, expresando implícitamente la insustancialidad de lo apenas creado.

Finalmente, otro fenómeno derivado de la aceleración social es que los espacios, estructuras e instituciones donde ‘experimentamos’ la vida se contraen hasta diluirlos en horizontes de expectativas. No importa dónde estemos situados, la insatisfacción de no estar donde podríamos estar hace trizas no sólo la psique personal sino el diálogo social. Por ello, los personajes más destacados de esta época no apelan a la razón, sino al sentimentalismo (a las carencias emocionales); y las instancias que nos ayudan a ‘entender el mundo’, prefieren adornar suposiciones (aunque sean disparatadas verborragias conspiranoicas) en lugar de reconocer la dura y casi siempre inútil belleza de la realidad.

Si lo vemos con cuidado: los doce días que tardó una institución bimilenaria en responder a un evento que sucede cada cuatro años son en realidad poquísimos. Hoy el mundo parece exigir tanta inmediatez como se pueda, pero es un hecho que aquello es inversamente proporcional a la reflexión sopesada y madura que algunos temas requieren. Hoy, es muy común encontrarse en las redes sociodigitales la expresión: “Borré mi último post porque…” y después explican que algo les hizo cambiar de opinión o comprender mejor el asunto. Pues bien, ese es el poder del sosiego: el acceso a un nivel de conciencia que sólo el tiempo permite. Para ser claros, firmes y trascendentes en nuestros días basta practicar la moderación ante lo frenético, la calma ante la vorágine, la serenidad ante el ruido.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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