Felipe Monroy
Empate, la ficción que anima
El empate jamás ha tenido buena prensa, casi siempre e injustamente se le compara con la derrota. Donald Rumsfeld, belicista, obseso armamentista y estereotipo formal del secretario de defensa de los Estados Unidos, por ejemplo dijo: “Si empatas, quiere decir que no ganaste”. Aún más, hay quienes afirman que “debería existir una explicación matemática que demuestre lo horrible que es el empate”.
Por supuesto, no siempre es así; en ocasiones el empate se torna casi heroico gracias a una buena historia, a una narración tanto épica como moral que revalora las condiciones más que el resultado o las cualidades más que las cifras. Es el caso del ajedrez, un juego cuyas exquisitas reglas en torno a los empates (tablas) hacen que las partidas donde nadie resulta ganador ni perdedor sean auténticas historias para contar y aprender.
Y, sin embargo, hay algo en el empate que parece clamar desde lo más profundo de la psique humana y que exige ganar (incluso a la mala) o perder (de preferencia honorablemente), pero que aborrece esa terrible indefinición. Es como si al lanzar una moneda al aire, ésta cayera de canto y se sostuviera en esa terca vaguedad e indeterminación, desatendiendo y despreciando a todas las apuestas.
Ahora imaginemos que una fuerza misteriosa hiciera desaparecer a esa moneda sin aclararnos el resultado y sin darnos incluso la posibilidad de volver a realizar la apuesta. ¿Habría paz o tranquilidad mental con esa incertidumbre? Es seguro que no. El empate, por decir lo menos, nos incomoda; aunque, si es producto de una buena historia, tiene potencialidad de animarnos.
Esto se ha visto incontables veces, por ejemplo, en las finales de futbol. Ante todo debo advertir que no soy un experto en la materia –ni siquiera soy un buen aficionado– pero sé que al empate en este juego se le otorgan diferentes valoraciones dependiendo de cómo se haya llegado a él.
En primer lugar está el ‘empate soporífero’, el clásico 0-0 que se prolonga casi concienzudamente por los jugadores o los directores técnicos que parecen tener la misión de aburrir y molestar a los espectadores; en ese tedio total, incluso el azar podría tener más tino y empeño que los participantes del juego. Luego viene el ‘empate pactado’, da igual si es a ceros o a doscientos tantos, siempre provoca una indignación supina, la ira del respetable que no soporta ser estafado de tal manera.
Pero todo cambia con el ‘empate épico’, es decir aquel que crea la hazaña de remontar mucho trecho, desde la aparente e ineludible derrota hasta alcanzar el empate: una proeza. Esta situación provoca la misma cantidad de emoción entre quienes remontan y quienes se ven remontados; pero son emociones distintas, una imprime entusiasmo y admiración mientras la otra, vergüenza y agobio.
Y finalmente están el ‘empate técnico’ y el ‘empate metafísico’. El primero siempre tiene que ver con el tiempo. Así, algo puede estar en ‘empate técnico’ en un momento previo a la definición; por ejemplo, las intenciones electorales según las encuestas o un empate en espera de un voto decisivo ya sea de un miembro externo o de uno interno cuyas cualidades de poder son diferenciales específicamente para estos accidentes. Es decir, un empate técnico siempre se resuelve junto a la variable del tiempo y de una toma de decisión.
El ‘empate metafísico’ es, sin embargo, esa extraña sensación de ver o participar de incesantes acontecimientos pero cuyos conflictos quedan en completa irresolución; es decir, como si se pudiera testimoniar una batalla que deja todas las cosas tal y como estaban, de suerte que el espectador tiene la sensación de que algo decisivo estaba por ocurrir, pero que no ocurrió en absoluto.
Hay algo interesante respecto a este empate, su relevancia se encuentra en su singular vacío, en su perturbador equilibrio, en la manera en cómo niega cualquier acto, incluso cualquier pensamiento. Como si en la creación nada fuera creado o en el caos no se desordenara nada o en la destrucción todo permaneciera igual. La mera existencia de este ‘empate metafísico’ en la mente humana es una afrenta a nuestra existencia, como si hubiera caminos sin destinos, eventos sin desenlace, un perpetuo ‘ahora’ o un presente inmóvil.
Huimos del empate pero necesitamos de esa ficción para que los conflictos o las contiendas nos signifiquen algo. Para que la lucha tenga propósito y el esfuerzo, sentido. O como decía M. Luther: plantar un árbol incluso bajo la conciencia de que el mundo se cae a pedazos. Hemos recibido tanto que vale el esfuerzo devolver tanto por cuanto, incluso más, para no quedar empatados.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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Felipe Monroy
Renuncias y sucesiones episcopales
El 2025 será un año intenso para los obispos mexicanos
Este 2025 será un año intenso para los obispos de México. En primer lugar estarán sumergidos en las actividades que implican el Año Jubilar Ordinario; también estarán adecuando acentos pastorales para dar seguimiento al Proyecto Global de Pastoral 2031+2033; y, finalmente, entrarán en un periodo reflexivo respecto a los grandes temas que supone el recambio generacional episcopal que definirá los perfiles del futuro de la Iglesia mexicana.
Sobre el Jubileo 2025. A pesar de centrarse en la peregrinación de católicos a Roma, los obispos locales también han tenido oportunidad de que las puertas del perdón sean abiertas en sus catedrales diocesanas, más cercanas a los fieles, para que estos alcancen las indulgencias que ofrece la Iglesia cada cuarto de siglo. Sólo eso requiere proyectos de formación, catequesis y celebración para compartir a los creyentes la importancia de este momento jubilar.
Respecto a los acentos pastorales; se sabe que el cambio en la presidencia de la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM), dará seguimiento al proyecto pastoral aprobado por el pleno hace casi una década; sin embargo, también es claro que habrá ajustes en algunas prioridades. Al final del XXV Encuentro de Vicarios de Pastoral se puso enfoque en la sinodalidad y la misión profética de la Iglesia mexicana, lo cual anticipa análisis sobre el estilo de gobierno y operación al interior de las instituciones religiosas, al mismo tiempo de reforzar el ‘anuncio y la denuncia’ evangélica en medio de la realidad social.
Sin embargo, uno de los temas más acuciantes para el futuro de la Iglesia mexicana pasa por el recambio generacional de los perfiles episcopales. De hecho ha sido simbólico y muy significativo que, sólo arrancando el 2025, el cardenal arzobispo de México, Carlos Aguiar Retes, haya cumplido la edad canónica de retiro y que, por lo tanto, ha debido enviar su carta de renuncia al papa Francisco. Por supuesto, este es un procedimiento ordinario al que deben someterse todos los clérigos para poner a consideración de su superior el destino de su servicio y labor. No obstante, el acto en sí es simbólico porque obliga a imaginar los liderazgos eclesiales del segundo tercio del siglo.
Tras cumplir los 75 años de edad, el cardenal Aguiar entra por tanto en esa ‘sala de espera’ en la que la Santa Sede valora si el nombramiento de su sucesor es apremiante o no. Se suma a media docena de obispos y un cardenal que ya presentaron su renuncia al papa Francisco y que también aguardan el momento de su aceptación y el potencial nombramiento de su sucesor.
Los obispos que superan la edad canónica de retiro estos momentos son: el obispo de Xochimilco, Andrés Vargas Peña; el obispo de Tepic, Luis Artemio Flores Calzada; el obispo de Cancún-Chetumal, Pedro Pablo Elizondo Cárdenas; el obispo de Zamora, Javier Navarro Rodríguez; y el propio cardenal arzobispo de Guadalajara, José Francisco Robles Ortega. Por ello, el cardenal Aguiar declaró que espera que el pontífice argentino le conceda por lo menos la misma extensión de tiempo en el gobierno como lo ha aplicado con otros obispos del país.
Pero el 2025 apenas comienza, antes de la asamblea plenaria de obispos del próximo otoño, ya habrán presentado su renuncia otros siete pastores, incluidos tres arzobispos metropolitanos (Puebla, Víctor Sánchez Espinoza; Antequera-Oaxaca, Pedro Vázquez Villalobos; y Acapulco, Leopoldo González González); y en enero del 2026, el arzobispo de Morelia, Carlos Garfias Merlos; y el arzobispo de Monterrey, Rogelio Cabrera López.
Por si fuera poco, hasta ahora el papa Francisco no ha designado pastores para la arquidiócesis de Tuxtla Gutiérrez y las diócesis de Ecatepec, Nuevo Casas Grandes, Nuevo Laredo, Nogales, Tapachula y El Nayar.
Se trata, por tanto, de ocho de diecinueve grandes circunscripciones eclesiásticas de referencia e importancia simbólica que analizan los perfiles de los obispos en funciones (que tengan alrededor de una década de experiencia episcopal) para ser elevados a arzobispos metropolitanos; y de casi una veintena de diócesis para las que la Nunciatura apostólica, la Santa Sede y México también estarán valorando perfiles de sacerdotes u obispos auxiliares para tomar las riendas no sólo de su porción de fieles sino de los grandes proyectos que están en desarrollo en la Iglesia mexicana rumbo a la celebración de los 500 años del Acontecimiento Guadalupano: vocaciones y ministerios, transmisión de la fe, cambio cultural, sinodalidad y reestructuración integral, construcción de paz, promoción de la dignidad humana y pastoral social.
Para el recambio generacional, los obispos de la ‘Era Francisco’ (casi todos auxiliares aún) ya han manifestado su papel e importancia para el futuro de la Iglesia mexicana; de entre ellos no sólo saldrán los obispos que dirigirán las diócesis después de que los obispos creados por Juan Pablo II y Benedicto XVI lleguen al retiro; también emergerán los nuevos referentes teológico-pastorales para una Iglesia que se aproxima a los 2000 años de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe
Felipe Monroy
El poder del nombre
Nombrar es poseer de alguna manera. En el fondo, la aceptación compartida por lo menos por dos personas (aunque el ideal es que haya un gran consenso de colectividad) de que una cosa tenga un nombre y no otro, siempre tiene una traza de ejercicio de potestad, de poder y posesión. Se dice que la elección y definición de los signos lingüísticos que representan la identidad de los objetos, los seres, lo inasible y hasta lo imposible siempre será arbitraria, pero en el fondo hay un dispositivo que intenta fijar “la cosa” al “nombre” y ahí no participa el azar sino el poder.
Eso es lo que hay detrás del juego de retórica política que jugaron Donald Trump y Claudia Sheinbaum en días pasados: Si una porción de mar delimitada por ciertas playas y traspasada por los más variados intereses políticos y comerciales lleva un nombre u otro podría parecer baladí y, sin embargo, la lucha por esos nombre detona sentimientos y ciertos valores de historia, derecho, propiedad, orgullo, tradición, ley y costumbre que superan las características propias de las palabras con las que se quiere nombrar a la cosa.
El episodio originado por Trump al declarar que el Golfo de México debería llamarse Golfo de América (entendida ‘America’ como la nación estadounidense y no por el continente) y la respuesta de Sheinbaum sobre que los Estados Unidos de Norteamérica deberían llamarse entonces la América Mexicana, no debe parecernos un acto menor en el curso actual de la geopolítica y el cambio en el peso ideológico que enmarca las transformaciones sociales y culturales contemporáneas.
La gran disputa política actual está asentada en el lenguaje y en la forma en que ciertos poderes promueven, convencen, obligan o directamente coaccionan a las culturas a adoptar nuevos nombres para viejas realidades.
El episodio recuerda a ese fragmento mítico-fundacional de Macondo en la novela de García Márquez: el hijo del fundador del pueblo olvida el nombre del yunque y le pregunta a su padre por el nombre del objeto, el padre le dice que se llama “tas” y el chico escribe en un papel la palabra “tas” y se la pega al yunquecito: “Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro”.
Luego “con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre”. El fragmento de esta novela es interesante porque contrapone la figura de poder del fundador del pueblo quien literalmente pone y pega el nombre a las cosas, a veces conservando unos y a veces inventando otros; mientras, la otra figura de referencia (la vidente) aprovecha “las evasiones de la memoria” del pueblo para no sólo ofrecer ver el futuro sino “ver el pasado” de la gente, adornando o tergiversando los recuerdos de los más viejos.
Al final, lo que García Márquez brillantemente relata es que una etapa esencial en el mito fundacional de un pueblo radica en el nombramiento de lo material y lo inmaterial, de lo propio y lo ajeno, de las esencias y cualidades de la realidad.
Y hoy, en pleno siglo XXI, después de largas décadas de un modelo internacional global, tecnodemocrático, neoliberalista, hiperregulado y dominado por una sola visión idiosincrática de mirar el mundo, sus prioridades y el tono en el que debe sonar el concierto entre las naciones, han surgido exóticos liderazgos, respaldados amplia e intensamente por sus pueblos, cuya lucha política es cultural, histórica y fundacional de sus pueblos; que van en contrasentido a las creencias e “impositivas sugerencias” de los organismos supranacionales y que, por supuesto, utilizan el discurso, la retórica, el lenguaje y el nombramiento de las cosas como dispositivos políticos no sólo para granjearse adeptos y conservar adherentes sino para construir las identidades de sus pueblos.
En efecto, hoy el Golfo de México se llama así, tanto por su historia como por la aceptación internacional, pero la identidad de su designación no es rígida, depende de factores que, como la historia nos ha enseñado, pueden variar: las guerras, las imposiciones, los nuevos consensos, las vanidades y orgullos… es decir, por diversas expresiones de poder.
¿Debería preocuparnos la posibilidad de que las cosas cambien de nombre? Sí, pero quizá no por las razones más evidentes (el cambio de una palabra por otra) sino porque los nombres de las cosas siempre van acompañados de dispositivos de poder, los cuales no siempre son sencillos de identificar. En los últimos años, por ejemplo, los grandes conceptos antropológicos, sociales, culturales, políticos y económicos como democracia, libertad, soberanía, derechos, vida, autonomía, hombre, mujer, igualdad, competencia, etcétera, han sido “pegados”, “adheridos” artificialmente a realidades distintas y justificados en historias o memorias en ocasiones ficcionadas (como hicieran tanto el fundador como la vidente de Macondo).
La crisis cultural y antropológica de la que aquí hemos hablado vive un conflicto de poder esencialmente en el nombramiento de las cosas. Como diría Heidegger: “Ninguna cosa es donde falta la palabra, es decir, el nombre. Solamente la palabra confiere el ‘ser’ a una cosa”. Y es ‘el ser’ lo que está hoy en disputa. Ojalá sucediera como sugirió Joan Margarit y que “al final todo se acaba pareciendo al nombre que soñamos”; pero los nombres no provienen de los sueños sino de las interacciones del poder.
Hay, por supuesto, una alternativa para participar de este juego discursivo y retórico de poderes sin validar las estratagemas de dominación de uno u otro bando, e incluso logrando la construcción de nuevos consensos periféricos, fuera de los centroides de poder en conflicto: abogar por las cosas a las que se les arrancó el nombre y pronunciar el nombre de las cosas olvidadas. Pero para ello se requiere tanto imaginación como delicadeza, dos cualidades poco valoradas en nuestros días.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Iglesia, factor de estabilidad social
Discreta, pero sumamente relevante en el panorama bilateral actual, ha sido la visita del embajador saliente de los Estados Unidos, Ken Salazar, al presidente de los obispos católicos de México, Ramón Castro Castro.
La visita, hecha en el contexto de la misa dominical en la Catedral de Cuernavaca –sede episcopal de Castro– y no en la sede de la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM), refleja el interés de no oficializar demasiado el encuentro; sin embargo, ha sido el propio diplomático norteamericano quien hizo relevante el saludo al poner hincapié en la mayor preocupación que han despertado los últimos atentados en EU y la forma en que se relacionarán ambas naciones una vez que Donald Trump entre en funciones: la estabilidad social.
Las últimas semanas de la administración demócrata de Joe Biden han dejado varias inquietudes para el futuro de aquella nación pero que, como sabemos, sus diatribas suelen influir en otros pueblos y culturas: hay falta de seguridad interna, inconsistencia en la política exterior, persisten las malas expectativas en el desarrollo económico y, para colmo: se han expresado criminalmente los desequilibrios emocionales de la tradicional identidad norteamericana (los dos militares perpetradores de los atentados en Las Vegas y en Nueva Orleans, son ejemplo macabro de ello).
La preocupación de la Casa Blanca antes de hacer maletas para dar paso a la segunda administración trumpista es la cuestión de los valores, principios y creencias que propuso el globalismo en los últimos cuarenta años y que entraron en crisis en la última década. Basta ver la lista de los homenajeados por Biden con la Medalla de la Libertad: Hillary Clinton, George Soros, Michael J. Fox, Denzel Washington, Bono, ‘Magic’ Johnson, José Andrés, Anna Wintour, Jane Goodall, Bill Nye, Ralph Lauren y Lionel Messi, para reconocer qué personajes del mundo político, económico, deportivo y del espectáculo pretende que sean los ‘heraldos’ de dichos valores globales, en resistencia, en la segunda era de Trump.
Desde esta perspectiva, las palabras dichas por Salazar tras el encuentro con el obispo Castro toman otra dimensión: “El liderazgo de la Iglesia es fundamental para el pueblo… para tener una sociedad estable, buena, con optimismo… El diálogo es tan importante que las soluciones de cualquier tema que tenemos, en los asuntos de economía, pobreza, migración, problemas como inseguridad, éstos se discuten y se hallan las salidas mediante un diálogo profundo, auténtico y verdadero, y buscando respuestas”.
Hay un buen sector político-ideológico norteamericano que se está quedando esencialmente sin interlocutores, un poco por la soberbia con la que quisieron imponer en el mundo una única forma de ver la vida, la libertad, la educación, el desarrollo y el dominio exclusivo de ciertas élites y un poco porque los nuevos liderazgos “populistas” han recobrado entre la población los sentimientos de soberanía, nacionalismo, bienestar comunitario, autonomía e independencia que fueron casi proscritos en el neoliberalismo ideológico y la hiper-regulación democrática de las últimas décadas.
El gobierno de López Obrador en México (y la reafirmación de sus argumentos político-culturales con Claudia Sheinbaum) así como el segundo triunfo de Donald Trump en los Estados Unidos (reforzado y ahora con la mirada puesta en la trascendencia) no simbolizan una ‘sacudida’ pasajera sino que ofrecen un auténtico viraje en el camino de sus respectivas patrias, un recambio del statu quo exaltado durante la globalización y que hoy es duramente cuestionado desde nuevas identidades patrias: nacionalistas, proteccionistas, orgullosas de su camino y su autosuficiencia, capaces de tomar decisiones radicales incluso en contrasentido al resto del ‘mundo global e interconectado’.
Y si bien esto es un reto para los poderes políticos y económicos; para la Iglesia católica implica una intensa revisión de su propia historia y los destinos de sus esfuerzos: si algo ha sobrevivido en cada uno de los cambios epocales en los últimos dos milenios, ha sido esa estructura social-religiosa que ofrece sentido a la sociedad cuando ésta se enfrenta a graves cambios culturales. Así lo dijo Ken Salazar: “Los líderes religiosos juegan un papel crucial en nuestras comunidades al impulsar iniciativas que nos permiten avanzar en nuestra seguridad compartida”. Esa ‘seguridad compartida’ de la que habla el diplomático quizá no haya que interpretarla en términos inmediatistas.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Nuevos símbolos carnífices: Apps, cybertrucks y Trump Towers
¿Cómo afectarán los hechos de Nueva Orleans y la explosión de la Cybertruck al próximo gobierno de Trump?
Cuando el ultranacionalista serbio Gravilo Princip disparó contra el archiduque Francisco Fernando, heredero al trono del imperio austrohúngaro, en Sarajevo –territorio bosnio– y el día de San Vito –aniversario de una histórica derrota serbia–, comprendía que los actos perpetrados ese 28 de junio estaban cargados de simbolismos que conducirían a enardecer los ánimos de la población eslava del sur en busca de la independencia. Lo que quizá no intuyó él ni el resto de los conspiradores fue que ese acto encendería lo que hoy conocemos como la Primera Guerra Mundial. El detonante fue ese crimen en medio de una compleja articulación de equilibrios y tensiones políticas y diplomáticas.
Hoy, en el arranque de este 2025, dos trágicos acontecimientos han cimbrado a los Estados Unidos y a buena parte del mundo debido no sólo a los actos terroristas que han dejado 16 muertos y varias decenas de heridos en Nueva Orleans y en Las Vegas, sino por los peculiares símbolos que enmarcan a los atentados.
Sobre el primer atentado en Louisiana se sabe que Shamsud-Din Jabbar, reservista y militar texano enviado a la guerra en Afganistán entre 2009 y 2010, rentó una camioneta en Houston a través de la App Turo, una aplicación de alquiler de autos bajo el modelo de economía colaborativa, en la que la empresa no tiene flota de vehículos sino que conecta a propietarios (anfitriones) con usuarios (huéspedes). El exmilitar condujo más de 600 kilómetros hasta Nueva Orleans, colocó un par de explosivos improvisados a la vista de la gente y hacia las 3 de la mañana del primero de enero utilizó la camioneta para atropellar a decenas de personas que aún celebraban el inicio del año en las calles del famoso ‘Barrio Francés’.
Aún en medio de la conmoción, en Las Vegas, Nevada, a las 8:40 de la mañana, un vehículo eléctrico conocido como ‘Cybertruck’, producido por la empresa Tesla del magnate Elon Musk, se estacionó frente a la torre del Trump International, hotel del presidente electo, y estalló provocando media docena de heridos. Las versiones periodísticas afirman que el conductor, Matthew Livelsberger, un militar norteamericano, también veterano de la guerra en Afganistán, rentó en la misma App Turo el famoso vehículo eléctrico del que el tecno-magnate sudafricano, patrocinador de la campaña del republicano y titular del nuevo Departamento de Eficiencia Gubernamental trumpista, se siente inmensamente orgulloso. El veterarno condujo más de mil kilómetros hasta las puertas de la Trump Tower, inició una conflagración con gasolina provocando el estallido e inmolándose en el acto con las letras doradas del nombre presidencial en el fondo.
Estos sucesos a sólo 20 días del cambio de gobierno en EU han marcado un punto de quiebre no sólo en la política de seguridad interna sino, como sabemos, en la política exterior, militar y económica de la nación norteamericana. Trump, de entrada, dijo que ambos atentados convierten a los Estados Unidos en “el hazmerreír del mundo” y sabemos que sus batallas simbólicas contra las nuevas potencias globales no ocultan las agresivas agendas unilaterales del magnate como sucedió en su primer mandato.
Por su parte, el multimillonario Musk –que ha entrado en una guerra ideológica contra varias estructuras económicas, políticas y culturales del globalismo–, antes de mostrar afección por las víctimas de los atentados, dejó en claro que su principal preocupación fue defender la calidad de su aristado y gris vehículo futurista: “Malditos idiotas eligieron el vehículo equivocado”, escribió en X, su personal y particular plataforma de divulgación (antes Twitter). También se apresuró a elogiar el vehículo como “contención de la explosión”.
Nuevamente, como en el 2001, tras los atentados en las Torres Gemelas de Nueva York, los norteamericanos saben que se dirigen a una renovada situación de emergencia. Los actos terroristas no sólo provocan el espanto, las heridas y la muerte de las personas sino que erigen nuevos símbolos de guerra y unidad. Una unidad bajo una nueva identidad que hoy se pone en pie de guerra para luchar por “Hacer a Norteamérica Grande Nuevamente”. Pero, ¿contra quién entrará en conflicto total la nueva administración trumpista? ¿Contra el Estado Islámico (el FBI ya vinculó a Jabbar con ISIS), los musulmanes o la migración? ¿Contra la desregulación de las aplicaciones de ‘economía colaborativa’? ¿Contra las afecciones, adicciones y traumas que persisten en la mayoría de los veteranos de las invasiones norteamericanas de este siglo?
¿Cuáles serán los nuevos símbolos carnífices, de azote y fuego, que habrán de vincularse a estos crímenes, en medio de esta moderna compleja articulación de equilibrios y tensiones políticas y diplomáticas? Ni duda nos quepa: lo veremos antes de que concluya este mes.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe
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