Felipe Monroy
Adiós al ‘año sin Dios’
Basta asomarse por la ventana para comprobar que este año tuvo tintes de horror; y la terrible estampa se desvela aún más cruda cuando se siguen las noticias. La angustiante realidad ha afectado todas las dimensiones de las relaciones humanas, incluso las de su psique y su vida espiritual.
La pandemia de COVID sin duda cambió el rostro y el ritmo de las comunidades religiosas en todo el mundo; al transformarse la vida cotidiana de las personas, era imposible que la relación de la humanidad con la divinidad permaneciera igual. Es cierto que el avance de un estilo de vida más próximo al consumismo y al vertiginoso operar de los días ha alejado a millones de personas de la experiencia espiritual que hubo acompañado a generaciones enteras.
Hasta inicios del 2020, casi todas las encuestas alrededor del mundo reflejaban un crecimiento potencial de la población que se declara atea o agnóstica; México casi alcanzó los 5 millones de habitantes sin religión en la segunda década del siglo XXI y a nivel mundial las naciones fluctuaban entre un 7 y 30 por ciento de ateos en sus pueblos.
La existencia en un mundo demasiado ajetreado, atestado e hiperdinámico, junto a las expresiones poco atractivas de fanatismos religiosos, parecían no fomentar una relación sana y trascendental en los hombres y mujeres del siglo XXI, ni para voltear hacia el cielo de la promesa eterna ni para escudriñar en el interior del incognoscible cosmos del alma las respuestas a las insondables interrogantes de la existencia.
El próximo 25 de enero, el INEGI publicará los primeros resultados del Censo de Población y Vivienda en México, una encuesta que se realizó a caballo en los primeros días de la pandemia. Aún no sabemos qué respuestas frente a la religión habrán expresado los mexicanos en el censo, pero es probable que justo en este momento crítico, diez meses después de las primeras señales de alerta global por el coronavirus, muchos habrán cambiado de parecer.
Las instituciones religiosas de todos los credos y denominaciones se han enfrentado a una grave disyuntiva de actitud frente a la realidad pandémica: asirse de su cotidiana expresión (sus ritos y cultos, sus celebraciones, peregrinajes y fiestas) como de un clavo ardiente ante el progresivo desmoronamiento del mundo conocido; o sumergirse de lleno junto a la humanidad en un abismo de incertidumbre, en un nuevo desierto donde prevalecen las preguntas mientras las respuestas se evaporan entre el silencio.
En todo caso, ha sido un año difícil para la humanidad en su relación con Dios: Para quienes siguen siendo creyentes, aunque no puedan expresar su espiritualidad en la forma como lo hacían; y para los que habían renunciado a la fe, aunque parezca que confiar en la esperanza sea la última carta bajo el pobre mazo de nuestros recursos y capacidades. Esto es, las fronteras entre lo sagrado y lo profano fueron alteradas de golpe y redefinidas en posiciones que quizá aún no alcanzamos a asimilar.
De las comunidades religiosas que no quisieron renunciar a sus hábitos congregacionales (aunque en el proceso lleven la carga de la enfermedad o muerte de algún inocente) a los fieles que siguen esperando el prodigio detrás de sus ventanas, la experiencia religiosa ha sido radicalmente afectada por la pandemia.
Hay ministros que miran con angustia los templos de sus rituales o las arcas de sus limosnas y no pueden sino pensar que éste ha sido ‘un año sin Dios’; hay fieles orantes cuyas desesperadas plegarias ante la pérdida parecieron no ser respondidas y es probable que hoy piensen que éste ha sido ‘un año sin Dios’; hay siervos devotos que han obedecido la regla de oro, auxiliado en todo lo posible al prójimo sin que nada de eso impacte verdaderamente y ahora, vacíos de sentido, exhalan agotados mientras la idea de ‘un año sin Dios’ se asoma entre su congoja.
Para los sociólogos, no obstante, el rostro moderadamente comprensible de la religión no está en la esencia de la divinidad sino en el funcionamiento de las instituciones religiosas y la manera en que modelan la vida de los fieles hacia un orden y una razón; y, debemos decirlo, el 2020 ha sido un año fundamentalmente caótico.
Quizá el 2021 traiga la oportunidad de reorientar la relación de la humanidad con la espiritualidad; de reparar con nuevas expresiones y lenguajes el camino en el que los pueblos siempre han encontrado el sentido, el espacio en el que se sientan partícipes de la trascendencia, la realidad que no ha sido despojada de perennidad y eficacia. Las instituciones religiosas que lo comprendan y asuman podrán acompañar al hombre en una nueva época de su siempre frágil existencia.
*Director de VCNoticias.com
@monroyfelipe
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Felipe Monroy
La nueva naturaleza del episcopado mexicano
A pesar de lo que muchas veces se opina, la Iglesia católica se transforma; cambia quizá no en esencia y fundamentos, pero sí en actitudes e incluso en misiones y propósitos ante los tiempos que se le presentan. La Iglesia católica en México ha difundido los nuevos estatutos para la Conferencia del Episcopado Mexicano, es decir: el organismo que conjunta a todos los obispos del país como expresión de la fraternidad bajo un mismo territorio político.
Los estatutos fueron aprobados por el voto de 82 obispos en la 114 Asamblea Plenaria (sólo se tuvo un voto en contra y una abstención) y tras ser revisados por el Dicasterio para los Textos Legislativos “los encontró adaptados al derecho canónico universal y los aprobó”; y por tanto, entraron en vigor desde el 25 de diciembre del 2023.
Los nuevos estatutos de la institución evidencian las preocupaciones más actuales de la Iglesia mexicana: la fidelidad al Papa, la crisis vocacional y la falta de recursos para enfrentar situaciones complejas como los abusos sexuales, la educación católica y las obras solidarias. Pero además, incluyen valores renovados que el papa Francisco ha puesto en el horizonte de la Iglesia del tercer milenio: la “sinodalidad eclesial y el espíritu colegial”.
Estos nuevos estatutos, por ejemplo, elevan la personalidad jurídica a la ‘Sede CEM’, es decir, a un sitio concreto a través del cual –y sólo en ese espacio– el resto de instancias eclesiásticas, diplomáticas o civiles deben dirigir sus asuntos oficiales. Esto, además de garantizar los fines propios del espacio en cuestión y protegerlo (hay que recordar el episodio de la bomba molotov contra la sede en 2017); modera la tentación de “cargar” con los oficios de la conferencia de manera personal en las diócesis de los obispos electos en cargos y servicios.
Sin embargo, los cambios más importantes se resumen en el nuevo artículo 3°: La Conferencia, a través de seis medios novedosos, tendrá potestad para poner estructuras y decisiones a favor de las Iglesias particulares. Los medios son: Decretos generales vinculantes a todo el territorio; la transmisión de la doctrina adaptada a las culturas e idiosincrasias del país; la coordinación de iniciativas comunes; el diálogo unitario con las autoridades civiles federales; los servicios comunes útiles para aquellas diócesis que no puedan asumir por su cuenta; y el mutuo apoyo en el ejercicio episcopal.
Estos medios abren un nuevo panorama de cooperación intraeclesial que en el pasado pudieron haber costado mucho trabajo debido a la naturaleza autónoma de cada obispo y su diócesis. De hecho, la instrucción nacional para que todas las diócesis del país instalasen un comité profesional, especializado y permanente de prevención, protección y atención de víctimas de abusos en la Iglesia fue (y aún sigue siendo) una tarea difícil por varias razones: la primera, por falta de convencimiento de los propios obispos titulares; y la segunda, por la carencia de recursos humanos necesarios para constituir cada comité.
Bajo el espíritu de los nuevos estatutos, se entiende entonces que la propia Conferencia no solo tendría la facultad de establecer decretos vinculantes a todas las diócesis sino coordinar los trabajos comunes que algunos de esos decretos suponen y, además, podrá proveer como ‘servicio común’ algunos medios operativos para su realización.
Para ello, los obispos mexicanos –con la autorización de Roma– aprobaron nuevas líneas de acción concreta: Promover y defender la unidad de la fe y la disciplina común; ejercer funciones pastorales (como aplicación concreta del espíritu colegial); y promover la ayuda solidaria para las diócesis más necesitadas sobre todo en lo que se refiere al clero y recursos materiales.
Esta tres nuevas acciones que se suman a las precedentes (alentar la adhesión al Papa, propiciar la oración y discernimiento episcopal, analizar la realidad y proponer respuestas pastorales, orientar y animar la pastoral, impulsar la subsidiariedad y solidaridad interdiocesana y auxiliar a obispos en necesidad) también buscan responder a desafíos contemporáneos concretos como las crecientes críticas y desautorización al Sumo Pontífice que se vive en varias partes del mundo y en México; los excesos o ambigüedades en la disciplina moral, litúrgica y espiritual que escandalizan; y la creciente crisis de vocaciones sacerdotales que se experimenta prácticamente en todas las diócesis. De hecho, hay regiones enteras que durante casi un lustro no tendrán ordenaciones sacerdotales y otras localidades de varias decenas de millones de habitantes donde los seminaristas no llegan ni a dos docenas.
Por ello, los nuevos estatutos de la CEM implementan una nueva visión a la misión conjunta con destinatarios muy concretos que se añadieron a finales del 2023: formación de ministros sagrados, subsidios para catequesis, la enseñanza católica, la pastoral universitaria, los medios de comunicación y la tutela de menores de edad o personas vulnerables.
Así busca transformarse la Iglesia mexicana; para adaptarse a los tiempos actuales y a los nuevos criterios implementados por el papa Francisco a través de su Reforma Vaticana mediante la constitución apostólica Praedicate evangelium de 2022. En el fondo no cambia lo esencial, que es fortalecer el espíritu de corresponsabilidad, sinodalidad y unidad; pero sí medios, estrategias y destinatarios.
Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
El triunfo de la post verdad
Corren días de mentiras y ficciones. Frente a nuestros ojos, burlándose de nuestra inteligencia, cunden los prestidigitadores y avezados histriones que podrían jurar ante Dios cualquier exageración con tal de figurar en los escenarios noticiosos más consumidos o para manipular la percepción sobre ciertos acontecimientos. Nos encontramos en el triunfo de la post verdad: una cínica distorsión deliberada, utilitaria, discursiva y mediatizada de la realidad para manipular las emociones y moldear creencias con un sólo objetivo: influir en la opinión y las actitudes del público de nuestro interés.
No se puede ser diplomático en su categorización: son manipuladoras no sólo aquellas personas que distorsionan la realidad sino también quienes revisten con ambigüedad y retórica propagandística las palabras que declaran con interés político, quienes suben al púlpito mediático para ‘provocar’ emociones, enardecer huestes y conmocionar a ingenuos. El resultado es obvio para el entronizado y para sus operarios: conseguir más poder. Poder, para hablar más, para ser más ‘relevante’ y, por tanto, para manipular más justificando su estilo utilitario.
Algunos dicen que utilizan estas estrategias como respuesta a instancias de poder aún mayores. Por ejemplo frente a esos poderes fácticos que no sólo dominan la economía (bajo los principios de la supuesta deidad del mercado) sino que también sojuzgan a las administraciones públicas (sean éstas democráticas o no). Su lógica es la de combatir fuego con fuego, mal con mal; y utilizan la lógica de esos medios de poder como cajas de resonancia para afianzar su posición.
El crimen de la post verdad es, por ejemplo, llamar ‘objetividad’ a intuiciones sobre la psique de un personaje con el que jamás han hablado. Al igual que ha sucedido con el caso –ya famoso en México– de la falsa especialista Marilyn Cote, existe una pléyade de falsarios que, sin ninguna base ética y sin ruborizarse, pueden declarar ‘rencoroso’ o ‘vengativo’ al político de su animadversión. Esas declaraciones sólo tienen un objetivo: engañar a su audiencia.
¿Se puede decir, sin ninguna base, que las decisiones de cualquier político son erráticas debido a su mente afectada? Sí, de hecho, el caso de Cote ejemplifica la tranquilidad con la que se practica este deporte en el país: cínicamente, sin consecuencias, sin pudor.
Otro ejemplo del utilitarismo ramplón de la post verdad es la falsa diplomacia. También en México lo hemos visto una y otra vez. El caso del embajador de los EU en México, Kenneth Salazar, es ejemplo de quien ha estirado demasiado este juego. Por el interés de provocar reacciones y emociones a diferentes audiencias, se pierde objetividad en la lectura de la realidad. Y eso trae consecuencias –tardías, pero determinantes– para aquellos que expresan palabras que hablan de complacencia y hasta apertura colaborativa pero, al mismo tiempo, validan los ataques contra la legitimidad de aquellos con quienes se quiere colaborar.
En un reciente panfleto político se lee literalmente el deseo de cierta organización para colaborar formalmente con el gobierno federal y la presidenta Claudia Sheinbaum; pero, al mismo tiempo, no deja de afirmar que su triunfo y el de su partido fueron producto de una “fraudulenta elección”. La indefinición en estos casos no es por ignorancia; sino por la manipulación de la realidad: mantener en el engaño a quienes consideran a este gobierno ‘espurio’ (alimentar sus huestes) y usufructuar los beneficios que esa misma administración ‘ilegítima’ pueda darles (la connivencia con el poder).
¿Qué se puede hacer en medio de esta confusión? Como ya se ha dicho, combatir fuego con fuego no solo es inútil; en este caso además no es ético ni responsable. Frente al enorme desafío por mantener un oficio informativo y periodístico sobrio, comprometido con la ciudadanía y apegado lo más posible a la realidad –incluso desde nuestros ineludibles sesgos cognitivos y falencias– debe prevalecer el interés por la justicia, la verdad y la historia. Pero además, hacerlo desde lo más simple, desde lo básico.
Por tanto, quizá hoy más que nunca, el periodismo debe observar e interrogarse, con una naturaleza casi salvaje, por el origen y destino de lo observable. Es decir, nos falta mirar a los acontecimientos como si fueran un objeto complejo pero finito, intrincado en curvas, cuya verdad brilla en ocasiones muy tenuemente y otras veces, como un golpe de rayo. El periodista entonces debe darse tiempo y paciencia para girar ese objeto de un lado a otro, buscar cómo comprenderlo en una historia, entender cómo ese fragmento de realidad tiene un sentido pequeño pero auténtico, sin dejarse deslumbrar por falsas narraciones utilitarias que fingen sentidos superiores de su existencia.
Algunos medios y periodistas comienzan ya a comprenderlo: la angustiante búsqueda del impacto, de la masividad, la viralidad o la conquista de la conversación social pueden en ocasiones tergiversar la misión y responsabilidad informativa. La semana pasada The Guardian y Vanguardia, dos importantes medios internacionales decidieron salir de la plataforma de Elon Musk (X antes Twitter) porque aseguran que ha incrementado el contenido tóxico y desorientador de forma abrumadora, porque se ha convertido en un espacio que amplifica las teorías de conspiración y la desinformación. Pero yo iría un poco más lejos: Porque se ha convertido en un mecanismo político, utilitario y pragmático, de la post verdad. Un tapón o un bastón –según convenga– para necesidades políticas pasajeras o para limitadas causas sociales.
Frente a esas mentiras y ficciones, entre las manos de los periodistas hay todavía una pizca de verdad, un fragmento de realidad por contar. De la cual no somos dueños y que, a pesar de los intentos –incluso de la terquedad– de los poderosos, siempre emergerá con luz propia.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
¿Cooperar desde la desconfianza?
Por la cantidad de factores acumulados no existen muchas maneras para calificar la burda imposición en la reelección de la presidencia de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y seguro muchos analistas escudriñarán todas las presiones, abusos, subterfugios y artimañas utilizadas para haber hecho posible lo más indeseable. Sin embargo, el problema no está ya en el pasado sino en el porvenir.
Hay una fabulilla de Italo Calvino sobre cierta “oveja negra” en un pueblo de ladrones. Una persona que, a pesar de que en el pueblo estaba normalizado el robo de lo ajeno, decidió no hacerlo. La mera existencia de una persona honrada en un pueblo donde lo normal y esperado era robar, supone un cambio drástico de todas las estructuras de organización del pueblo aunque difícilmente de las actitudes de sus habitantes. Calvino concluye que, con el tiempo, las formas de normalizar la realidad cambiaron aunque en el fondo, “todos seguían siendo ladrones”.
La historia es pesimista, pero por lo menos auxilió en su tiempo a pensar en una solución: No importa cómo sean los pueblos, siempre terminará imponiéndose cierta estabilidad desde un poder normado (aunque sea criminal) y por eso, la persona honesta no sólo debe poner ejemplo per se sino que debe velar por que la norma del actuar correcto alcance a las instituciones, a las regulaciones, y no sólo a sus vecinos.
Esta fabulilla parece relevante hoy porque ¿no es ese el papel interinstitucional –de actuar como el resto no lo hace– del defensor de derechos humanos en un país donde se violenta la dignidad humana de mil formas y bajo mil estructuras distintas? ¿No el ombudsman de los derechos humanos debería ser esa persona que, en contracorriente a la sistematización y normalización de la violación de los derechos de las personas cometidos desde las estructuras de poder y sumisión, debería poner un ejemplo de audaz discrepancia? De lo contrario: ¿Qué sucede cuando la representación de la salvaguarda de la dignidad y los derechos humanos no sólo pertenece al empíreo del privilegio del poder sino que le debe a aquel su única calidad moral?
El problema, además del origen viciado de la forzada entronización, radica en la inutilidad de poder cooperar hacia adelante con las instancias correctas para defender, promover y proteger los derechos de las personas vulneradas. Derechos que, por cierto, no fueron limitados por individuos sino justamente por esas estructuras que, a la mala, colocaron al epítome del nepotismo inútil en el dique que debería hacer contención de los abusos.
La solución al entuerto en el que ha caído la CNDH es incapaz ya de satisfacer a nadie, porque como ejemplifica el ‘dilema del prisionero’ las partes que no confían entre sí sólo mediante el interés egoísta pueden nuevamente aportar a una potencial colaboración. Y en el mejor de los escenarios, a la neutralidad. Pero, ¿podemos ser neutrales cuando instancias del poder legal o institucional se salen con la suya violentando derechos humanos, relativizando la dignidad humana por sus condiciones sociales, económicas, culturales, etarias o de desarrollo y autonomía?
La única potencial colaboración positiva bajo esas condiciones de mutua desconfianza es aquella terrible neutralidad y eso produciría un único equilibrio razonable: que todo continúe igual. Lo que para el caso de nuestro país, significa que las instancias del poder puedan obrar desde la impunidad; escondidas detrás de retórica del buenismo ético, pero regentando en la práctica los alcances de la dignidad de los que no tienen voz, de los más vulnerables, de los descartables por los valores del mercado o de la ideología de ocasión.
Hoy se encuentra roto el acuerdo interinstitucional en el que el poder permite los medios para su evaluación y que, al mismo tiempo, faculta a las instancias defensoras de derechos a contar con herramientas por lo menos declarativas de denuncia y crítica ante las agresiones y omisiones contra los derechos humanos cometidas por las instancias de poder.
No se ha reparado que, con los actos ya cometidos, se ha erosionado la confianza pública y aunque puedan venir acuerdos parciales que puedan parecer valiosos para la dignidad humana, la estabilidad perniciosa de complicidad indica que, el interés de supervivencia de las cúpulas de poder será más relevante que la salvaguarda de los derechos más fundamentales.
¿Qué es lo peor que podría pasar? El escenario más funesto es que la probabilidad de que el escenario de crisis en los derechos humanos del país tome el tobogán hacia más oscuros derroteros. Puesto que, más que conflictos maduros e institucionales para poder cooperar progresivamente y ofrecer respuestas conducentes a reivindicar la dignidad infinita del ser humano mediante la salvaguarda de sus derechos fundamentales, se ha caído en una interdependencia nociva donde los beneficios sólo provienen de un equilibrio donde las condiciones de bienestar son para los organismos y las administraciones, pero no para la vida cotidiana de las personas simples.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Supermartes electoral de obispos y Sheinbaum
Este 11 de noviembre comienzó la 117 Asamblea Plenaria del Episcopado Mexicano con la participación de más de 150 obispos provenientes de todos los rincones del país. A lo largo de la semana, los líderes católicos vivirán unas intensas elecciones para renovar 61 cargos de servicio nacional, evaluarán los trabajos del último trienio y recibirán a las representaciones del poder federal y el gobierno del Estado de México que, por vez primera en la historia, recaen sólo en mujeres.
Lo que sin duda marcará un punto de inflexión en la asamblea será el “supermartes electoral” en el que se decidirán los seis cargos del Consejo de Presidencia (presidente, vicepresidente, secretario general, tesorero y dos vocales) así como los 19 representantes para el Consejo Permanente (titulares y suplentes de las Provincias Eclesiásticas) y, finalmente, los titulares de Comisiones y Dimensiones episcopales. A pesar de la gran cantidad de cargos a elegir, renovar o refrendar, algunos obispos consultados aseguran que desean vivir un proceso concienzudo, respetando a cabalidad tanto los estatutos como el reglamento interno de la CEM pues de lo contrario, reconocen, estaría en cuestionamiento su estatura moral frente a los complejos procesos electivos que se avecinan en el país.
Todo parece indicar que, en general, hay bastante consenso para la elección del próximo representante de los obispos mexicanos. La mayoría de obispos mexicanos parece que se decantará por Jaime Calderón Calderón (58 años), michoacano de “donde se oculta el sol” quien apenas el pasado 19 de agosto tomó posesión de una de las más potentes, tradicionales e importantes sedes diocesanas en el corazón del Bajío mexicano después de servir seis años en medio del COVID y la crisis migratoria en la frontera chiapaneca.
Con un doctorado en filosofía y aproximaciones a las corrientes liberadoras de Paulo Freire y Xavier Zubiri, Calderón ha sido no sólo una voz audaz y comprometida ante la complejidad del fenómeno migratorio en el sureste del país, también es un disciplinado estructurador de orientaciones pastorales y un convencido de que la Iglesia debe enfocarse auténticamente en generar espacios de encuentro, diálogo y trabajo con otros actores sociales con una misión central: “anunciar y construir la dignidad humana”. Prácticamente no hay expresiones de reservas respecto a su persona o su trayectoria para llevar al episcopado mexicano a la antesala de la celebración del medio milenio del Acontecimiento Guadalupano.
Hay, sin embargo, mucha más inquietud respecto al próximo secretario general del organismo. Se trata de una posición clave porque funge como un auténtico articulador y operador de tiempo completo: vincula organismos eclesiales nacionales e intercontinentales, así como instituciones gubernamentales con las estructuras episcopales; debe integrar y resguardar la visión jurídica, política e histórica del episcopado; y, por si fuera poco, debe responder con naturalidad, disponibilidad y generosidad ante la responsabilidad de la vocería episcopal.
El secretario saliente, Ramón Castro Castro, realizó un trabajo realmente sacrificado para intentar conjugar sus obligaciones diocesanas en Morelos con las minucias operativas, protocolares y hasta burocráticas que exige la secretaría. Como le consta al clero y a los fieles morelenses, Castro no dejó de atender la demandante labor pastoral en el estado y sin contar con un obispo auxiliar que le apoyara en el terreno.
Es probable que la asamblea episcopal voltee al “bullpen” de obispos auxiliares para un recambio en la secretaría general; sería lo ideal contar con un encargado de tiempo completo, con experiencia en las gestiones episcopales pero también con una buena capacidad de interacción nacional e internacional, un desapasionado analista y con talento ante los medios de comunicación.
Por si le faltara emoción a esta asamblea, se tiene programado que el miércoles por la mañana, los obispos tengan su primer encuentro con Claudia Sheinbaum ya como presidenta de México; la recibieron en abril pasado para escuchar sus propuestas de campaña y de gobierno. Ahora quizá se hagan preguntas y planteamientos más serios, especialmente después de haberse encontrado con la secretaria de Gobernación, Rosa Icela Rodríguez, y con la titular de la Unidad de Asuntos Religiosos, Prevención y Reconstrucción del Tejido Social, Clara Luz Flores.
Sin duda una herida fresca que acrecienta las preocupaciones episcopales sobre la seguridad en el país ha sido el artero asesinato del sacerdote Marcelo Pérez, quien fue ultimado tras una larga persecución en su contra tanto por parte de criminales como de corrompidas autoridades legales. Más que reclamos, los obispos llevan a la mesa su parte de participación en los proyectos de Diálogos por la Paz con los que, junto a las congregaciones religiosas y otros sectores sociales, pretenden reconstruir el tejido social.
Otros temas que quizá broten en el diálogo serán las políticas públicas ante el drama migratorio y los efectos que el triunfo de Trump pueda conllevar en la materia. También las preocupaciones sobre la reforma judicial federal y las recientes legislaciones locales que redefinen los alcances del respeto a la dignidad de la vida humana.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe