Felipe Monroy
¿Es necesaria una nueva constitución?
Cada constitución política surge de momentos históricos sumamente singulares; no es común que el esfuerzo de dar estructura y sentido a una nación se derive del puro razonamiento sino de grandes rupturas sociales, culturales y políticas.
En los últimos años, en algunas naciones se han hecho esfuerzos significativos para erigir nuevos constituyentes con el propósito de ofrecer democráticamente nuevas cartas magnas a sus naciones; sin embargo, estos procesos no han sido del todo exitosos pues en los casos en que se logra una nueva carta magna, ésta casi nunca representa a la nación y a sus destinos sino a las tendencias de grupos políticos específicos; o, cuando no se logra el acuerdo, las asambleas constituyentes entran en colisión con las instituciones de representación, participación y orden político en una lucha de poder a través de mecanismos paralegales o alternos a la institucionalidad.
En el caso mexicano, su Constitución Política mantiene en los escasos artículos que no han sido reformados (según el investigador Camilo Saavedra, sólo 22 de sus 136 artículos permanecen como la versión de 1917) los principios generales de una identidad y continuidad nacional. Sin embargo, las más de 60 mil palabras añadidas y los 748 cambios en su articulado hablan de una nación que, debido a nuevas instituciones y nuevas condiciones socioculturales, ha debido irse adaptando a desafíos contemporáneos; aunque también habla de una serie de ideales imposibles de concretar en la realidad pero que lucen bien y hacen quedar mejor a los congresistas mexicanos (es decir: es fácil cambiar la ley, pero no la realidad).
La constitución mexicana hace recordar a la paradoja del barco de Teseo que plantea el dilema entre la identidad y la continuidad. Según el relato, la embarcación fue reemplazada íntegramente una pieza a la vez, lenta y paulatinamente. Al tener ya todas las piezas distintas, se pregunta si el barco sigue siendo el mismo a pesar de haber cambiado completamente.
Eso nos lleva a cuestionarnos si los lentos y paulatinos cambios hechos a la constitución mexicana nos permiten decir que el espíritu constitucional de 1917 aún se mantiene. Es decir: ¿Siguen siendo importantes los fundamentos de nuestra república federada basados en el constitucionalismo social; es decir que, promueve y defiende ante todo los derechos sociales? ¿O acaso las reformas hechas al texto no sólo han permitido la privatización de las obligaciones del Estado sino que han cambiado la conciencia ciudadana para trabajar por su satisfacción individual mientras el gobierno se desentiende de sus responsabilidades de garantizar las prestaciones positivas fácticas del Estado en alimentación, salud, educación, trabajo, vivienda y seguridad social?
Desde los sectores aventajados bajo los principios de liberalismo económico y de las reglas morales del mercado (meritocracia y ganancia individual moralmente compelida al altruismo y la caridad), se han criticado los principios de los derechos sociales contenidos en la Constitución mexicana y les han llamado peyorativamente “derechos socialistas”. Sin embargo, estos derechos sí que emanan de una conciencia jurídica esencialmente socialista y de la positivización de las demandas sociales de inicios del siglo pasado. Con todo, muchos de los cambios constitucionales propuestos durante los últimos 40 años se han alejado gradualmente de la estructuración solidaria en lo laboral y lo sindical, o en la seguridad social o en la educación popular; vaya, incluso el legislativo ha permitido mayor expresión de un centralismo republicano en una Patria cuya constitución aún garantiza la autonomía de los estados en una sola Federación.
Es más, en esta última década, el legislativo mexicano concretó otro cambio sustancial a la Constitución de 1917 con el que básicamente se le sustituyó el velamen al barco de Teseo por un motor diesel: Cuando la reforma constitucional de 2011 pasó de ‘garantizar’ a ‘reconocer’ los derechos fundamentales de los mexicanos, básicamente trasladó el poder de las instituciones mexicanas a la interpretación jurídica nacional e internacional sobre los fines y el objeto de la libertad, la dignidad y la condición humana. En síntesis, este cambio mayúsculo desvinculó al Estado de su poder para definir y proveer los márgenes de dignidad y libertad a sus ciudadanos, sino que la dignidad y la libertad son inherentes a cada persona, y el Estado está obligado a reconocerlos y obrar en consecuencia.
Es posible que, en el contexto del cambio de época, crezcan las voces que ansíen una nueva constitución. Es comprensible además, ya que en el pasado (todo el siglo XIX y XX) la consolidación de un Estado-Nación estaba en el centro de las discusiones constituyentes: no sólo con la delimitación de las fronteras físicas sino las fronteras relacionales con el resto de los pueblos y las naciones existentes. Los ejes diplomáticos y los límites infranqueables al interior (casi siempre la traición a la Patria) condicionaban los derechos que podía garantizar el Estado hacia los ciudadanos. Pero, en pleno siglo XXI, las duras realidades culturales, geopolíticas y socioeconómicas no caben en las constituciones creadas un siglo atrás: ecología integral y cambio climático, migración y seguridad interna, globalización y dignidad de los pueblos originarios, tecnología y privacidad, y un largo etcétera.
En síntesis: hoy no tenemos ni la misma constitución que hace un siglo pero tampoco tenemos el mismo país (ni el mismo mundo), lo cual hace tentador el discurso de la necesidad de un nuevo corpus legal que defina y oriente el sentido de la patria mexicana en el siglo que sigue. Pero existe un pequeño detalle que he mencionado al inicio: cada constitución emana de momentos históricos definitorios, de grandes rupturas sociales, culturales y políticas; el puro razonamiento legislativo o democrático no facilitan el asentamiento de una nueva carta magna. Cada pueblo reclama su constitución, no al revés.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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Felipe Monroy
El triunfo de la post verdad
Corren días de mentiras y ficciones. Frente a nuestros ojos, burlándose de nuestra inteligencia, cunden los prestidigitadores y avezados histriones que podrían jurar ante Dios cualquier exageración con tal de figurar en los escenarios noticiosos más consumidos o para manipular la percepción sobre ciertos acontecimientos. Nos encontramos en el triunfo de la post verdad: una cínica distorsión deliberada, utilitaria, discursiva y mediatizada de la realidad para manipular las emociones y moldear creencias con un sólo objetivo: influir en la opinión y las actitudes del público de nuestro interés.
No se puede ser diplomático en su categorización: son manipuladoras no sólo aquellas personas que distorsionan la realidad sino también quienes revisten con ambigüedad y retórica propagandística las palabras que declaran con interés político, quienes suben al púlpito mediático para ‘provocar’ emociones, enardecer huestes y conmocionar a ingenuos. El resultado es obvio para el entronizado y para sus operarios: conseguir más poder. Poder, para hablar más, para ser más ‘relevante’ y, por tanto, para manipular más justificando su estilo utilitario.
Algunos dicen que utilizan estas estrategias como respuesta a instancias de poder aún mayores. Por ejemplo frente a esos poderes fácticos que no sólo dominan la economía (bajo los principios de la supuesta deidad del mercado) sino que también sojuzgan a las administraciones públicas (sean éstas democráticas o no). Su lógica es la de combatir fuego con fuego, mal con mal; y utilizan la lógica de esos medios de poder como cajas de resonancia para afianzar su posición.
El crimen de la post verdad es, por ejemplo, llamar ‘objetividad’ a intuiciones sobre la psique de un personaje con el que jamás han hablado. Al igual que ha sucedido con el caso –ya famoso en México– de la falsa especialista Marilyn Cote, existe una pléyade de falsarios que, sin ninguna base ética y sin ruborizarse, pueden declarar ‘rencoroso’ o ‘vengativo’ al político de su animadversión. Esas declaraciones sólo tienen un objetivo: engañar a su audiencia.
¿Se puede decir, sin ninguna base, que las decisiones de cualquier político son erráticas debido a su mente afectada? Sí, de hecho, el caso de Cote ejemplifica la tranquilidad con la que se practica este deporte en el país: cínicamente, sin consecuencias, sin pudor.
Otro ejemplo del utilitarismo ramplón de la post verdad es la falsa diplomacia. También en México lo hemos visto una y otra vez. El caso del embajador de los EU en México, Kenneth Salazar, es ejemplo de quien ha estirado demasiado este juego. Por el interés de provocar reacciones y emociones a diferentes audiencias, se pierde objetividad en la lectura de la realidad. Y eso trae consecuencias –tardías, pero determinantes– para aquellos que expresan palabras que hablan de complacencia y hasta apertura colaborativa pero, al mismo tiempo, validan los ataques contra la legitimidad de aquellos con quienes se quiere colaborar.
En un reciente panfleto político se lee literalmente el deseo de cierta organización para colaborar formalmente con el gobierno federal y la presidenta Claudia Sheinbaum; pero, al mismo tiempo, no deja de afirmar que su triunfo y el de su partido fueron producto de una “fraudulenta elección”. La indefinición en estos casos no es por ignorancia; sino por la manipulación de la realidad: mantener en el engaño a quienes consideran a este gobierno ‘espurio’ (alimentar sus huestes) y usufructuar los beneficios que esa misma administración ‘ilegítima’ pueda darles (la connivencia con el poder).
¿Qué se puede hacer en medio de esta confusión? Como ya se ha dicho, combatir fuego con fuego no solo es inútil; en este caso además no es ético ni responsable. Frente al enorme desafío por mantener un oficio informativo y periodístico sobrio, comprometido con la ciudadanía y apegado lo más posible a la realidad –incluso desde nuestros ineludibles sesgos cognitivos y falencias– debe prevalecer el interés por la justicia, la verdad y la historia. Pero además, hacerlo desde lo más simple, desde lo básico.
Por tanto, quizá hoy más que nunca, el periodismo debe observar e interrogarse, con una naturaleza casi salvaje, por el origen y destino de lo observable. Es decir, nos falta mirar a los acontecimientos como si fueran un objeto complejo pero finito, intrincado en curvas, cuya verdad brilla en ocasiones muy tenuemente y otras veces, como un golpe de rayo. El periodista entonces debe darse tiempo y paciencia para girar ese objeto de un lado a otro, buscar cómo comprenderlo en una historia, entender cómo ese fragmento de realidad tiene un sentido pequeño pero auténtico, sin dejarse deslumbrar por falsas narraciones utilitarias que fingen sentidos superiores de su existencia.
Algunos medios y periodistas comienzan ya a comprenderlo: la angustiante búsqueda del impacto, de la masividad, la viralidad o la conquista de la conversación social pueden en ocasiones tergiversar la misión y responsabilidad informativa. La semana pasada The Guardian y Vanguardia, dos importantes medios internacionales decidieron salir de la plataforma de Elon Musk (X antes Twitter) porque aseguran que ha incrementado el contenido tóxico y desorientador de forma abrumadora, porque se ha convertido en un espacio que amplifica las teorías de conspiración y la desinformación. Pero yo iría un poco más lejos: Porque se ha convertido en un mecanismo político, utilitario y pragmático, de la post verdad. Un tapón o un bastón –según convenga– para necesidades políticas pasajeras o para limitadas causas sociales.
Frente a esas mentiras y ficciones, entre las manos de los periodistas hay todavía una pizca de verdad, un fragmento de realidad por contar. De la cual no somos dueños y que, a pesar de los intentos –incluso de la terquedad– de los poderosos, siempre emergerá con luz propia.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
¿Cooperar desde la desconfianza?
Por la cantidad de factores acumulados no existen muchas maneras para calificar la burda imposición en la reelección de la presidencia de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y seguro muchos analistas escudriñarán todas las presiones, abusos, subterfugios y artimañas utilizadas para haber hecho posible lo más indeseable. Sin embargo, el problema no está ya en el pasado sino en el porvenir.
Hay una fabulilla de Italo Calvino sobre cierta “oveja negra” en un pueblo de ladrones. Una persona que, a pesar de que en el pueblo estaba normalizado el robo de lo ajeno, decidió no hacerlo. La mera existencia de una persona honrada en un pueblo donde lo normal y esperado era robar, supone un cambio drástico de todas las estructuras de organización del pueblo aunque difícilmente de las actitudes de sus habitantes. Calvino concluye que, con el tiempo, las formas de normalizar la realidad cambiaron aunque en el fondo, “todos seguían siendo ladrones”.
La historia es pesimista, pero por lo menos auxilió en su tiempo a pensar en una solución: No importa cómo sean los pueblos, siempre terminará imponiéndose cierta estabilidad desde un poder normado (aunque sea criminal) y por eso, la persona honesta no sólo debe poner ejemplo per se sino que debe velar por que la norma del actuar correcto alcance a las instituciones, a las regulaciones, y no sólo a sus vecinos.
Esta fabulilla parece relevante hoy porque ¿no es ese el papel interinstitucional –de actuar como el resto no lo hace– del defensor de derechos humanos en un país donde se violenta la dignidad humana de mil formas y bajo mil estructuras distintas? ¿No el ombudsman de los derechos humanos debería ser esa persona que, en contracorriente a la sistematización y normalización de la violación de los derechos de las personas cometidos desde las estructuras de poder y sumisión, debería poner un ejemplo de audaz discrepancia? De lo contrario: ¿Qué sucede cuando la representación de la salvaguarda de la dignidad y los derechos humanos no sólo pertenece al empíreo del privilegio del poder sino que le debe a aquel su única calidad moral?
El problema, además del origen viciado de la forzada entronización, radica en la inutilidad de poder cooperar hacia adelante con las instancias correctas para defender, promover y proteger los derechos de las personas vulneradas. Derechos que, por cierto, no fueron limitados por individuos sino justamente por esas estructuras que, a la mala, colocaron al epítome del nepotismo inútil en el dique que debería hacer contención de los abusos.
La solución al entuerto en el que ha caído la CNDH es incapaz ya de satisfacer a nadie, porque como ejemplifica el ‘dilema del prisionero’ las partes que no confían entre sí sólo mediante el interés egoísta pueden nuevamente aportar a una potencial colaboración. Y en el mejor de los escenarios, a la neutralidad. Pero, ¿podemos ser neutrales cuando instancias del poder legal o institucional se salen con la suya violentando derechos humanos, relativizando la dignidad humana por sus condiciones sociales, económicas, culturales, etarias o de desarrollo y autonomía?
La única potencial colaboración positiva bajo esas condiciones de mutua desconfianza es aquella terrible neutralidad y eso produciría un único equilibrio razonable: que todo continúe igual. Lo que para el caso de nuestro país, significa que las instancias del poder puedan obrar desde la impunidad; escondidas detrás de retórica del buenismo ético, pero regentando en la práctica los alcances de la dignidad de los que no tienen voz, de los más vulnerables, de los descartables por los valores del mercado o de la ideología de ocasión.
Hoy se encuentra roto el acuerdo interinstitucional en el que el poder permite los medios para su evaluación y que, al mismo tiempo, faculta a las instancias defensoras de derechos a contar con herramientas por lo menos declarativas de denuncia y crítica ante las agresiones y omisiones contra los derechos humanos cometidas por las instancias de poder.
No se ha reparado que, con los actos ya cometidos, se ha erosionado la confianza pública y aunque puedan venir acuerdos parciales que puedan parecer valiosos para la dignidad humana, la estabilidad perniciosa de complicidad indica que, el interés de supervivencia de las cúpulas de poder será más relevante que la salvaguarda de los derechos más fundamentales.
¿Qué es lo peor que podría pasar? El escenario más funesto es que la probabilidad de que el escenario de crisis en los derechos humanos del país tome el tobogán hacia más oscuros derroteros. Puesto que, más que conflictos maduros e institucionales para poder cooperar progresivamente y ofrecer respuestas conducentes a reivindicar la dignidad infinita del ser humano mediante la salvaguarda de sus derechos fundamentales, se ha caído en una interdependencia nociva donde los beneficios sólo provienen de un equilibrio donde las condiciones de bienestar son para los organismos y las administraciones, pero no para la vida cotidiana de las personas simples.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Supermartes electoral de obispos y Sheinbaum
Este 11 de noviembre comienzó la 117 Asamblea Plenaria del Episcopado Mexicano con la participación de más de 150 obispos provenientes de todos los rincones del país. A lo largo de la semana, los líderes católicos vivirán unas intensas elecciones para renovar 61 cargos de servicio nacional, evaluarán los trabajos del último trienio y recibirán a las representaciones del poder federal y el gobierno del Estado de México que, por vez primera en la historia, recaen sólo en mujeres.
Lo que sin duda marcará un punto de inflexión en la asamblea será el “supermartes electoral” en el que se decidirán los seis cargos del Consejo de Presidencia (presidente, vicepresidente, secretario general, tesorero y dos vocales) así como los 19 representantes para el Consejo Permanente (titulares y suplentes de las Provincias Eclesiásticas) y, finalmente, los titulares de Comisiones y Dimensiones episcopales. A pesar de la gran cantidad de cargos a elegir, renovar o refrendar, algunos obispos consultados aseguran que desean vivir un proceso concienzudo, respetando a cabalidad tanto los estatutos como el reglamento interno de la CEM pues de lo contrario, reconocen, estaría en cuestionamiento su estatura moral frente a los complejos procesos electivos que se avecinan en el país.
Todo parece indicar que, en general, hay bastante consenso para la elección del próximo representante de los obispos mexicanos. La mayoría de obispos mexicanos parece que se decantará por Jaime Calderón Calderón (58 años), michoacano de “donde se oculta el sol” quien apenas el pasado 19 de agosto tomó posesión de una de las más potentes, tradicionales e importantes sedes diocesanas en el corazón del Bajío mexicano después de servir seis años en medio del COVID y la crisis migratoria en la frontera chiapaneca.
Con un doctorado en filosofía y aproximaciones a las corrientes liberadoras de Paulo Freire y Xavier Zubiri, Calderón ha sido no sólo una voz audaz y comprometida ante la complejidad del fenómeno migratorio en el sureste del país, también es un disciplinado estructurador de orientaciones pastorales y un convencido de que la Iglesia debe enfocarse auténticamente en generar espacios de encuentro, diálogo y trabajo con otros actores sociales con una misión central: “anunciar y construir la dignidad humana”. Prácticamente no hay expresiones de reservas respecto a su persona o su trayectoria para llevar al episcopado mexicano a la antesala de la celebración del medio milenio del Acontecimiento Guadalupano.
Hay, sin embargo, mucha más inquietud respecto al próximo secretario general del organismo. Se trata de una posición clave porque funge como un auténtico articulador y operador de tiempo completo: vincula organismos eclesiales nacionales e intercontinentales, así como instituciones gubernamentales con las estructuras episcopales; debe integrar y resguardar la visión jurídica, política e histórica del episcopado; y, por si fuera poco, debe responder con naturalidad, disponibilidad y generosidad ante la responsabilidad de la vocería episcopal.
El secretario saliente, Ramón Castro Castro, realizó un trabajo realmente sacrificado para intentar conjugar sus obligaciones diocesanas en Morelos con las minucias operativas, protocolares y hasta burocráticas que exige la secretaría. Como le consta al clero y a los fieles morelenses, Castro no dejó de atender la demandante labor pastoral en el estado y sin contar con un obispo auxiliar que le apoyara en el terreno.
Es probable que la asamblea episcopal voltee al “bullpen” de obispos auxiliares para un recambio en la secretaría general; sería lo ideal contar con un encargado de tiempo completo, con experiencia en las gestiones episcopales pero también con una buena capacidad de interacción nacional e internacional, un desapasionado analista y con talento ante los medios de comunicación.
Por si le faltara emoción a esta asamblea, se tiene programado que el miércoles por la mañana, los obispos tengan su primer encuentro con Claudia Sheinbaum ya como presidenta de México; la recibieron en abril pasado para escuchar sus propuestas de campaña y de gobierno. Ahora quizá se hagan preguntas y planteamientos más serios, especialmente después de haberse encontrado con la secretaria de Gobernación, Rosa Icela Rodríguez, y con la titular de la Unidad de Asuntos Religiosos, Prevención y Reconstrucción del Tejido Social, Clara Luz Flores.
Sin duda una herida fresca que acrecienta las preocupaciones episcopales sobre la seguridad en el país ha sido el artero asesinato del sacerdote Marcelo Pérez, quien fue ultimado tras una larga persecución en su contra tanto por parte de criminales como de corrompidas autoridades legales. Más que reclamos, los obispos llevan a la mesa su parte de participación en los proyectos de Diálogos por la Paz con los que, junto a las congregaciones religiosas y otros sectores sociales, pretenden reconstruir el tejido social.
Otros temas que quizá broten en el diálogo serán las políticas públicas ante el drama migratorio y los efectos que el triunfo de Trump pueda conllevar en la materia. También las preocupaciones sobre la reforma judicial federal y las recientes legislaciones locales que redefinen los alcances del respeto a la dignidad de la vida humana.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
No olvidemos las periferias
“Poner la periferia al centro” ha sido quizá una de las principales misiones que el papa Francisco ha exigido al mundo en la última década. Sin embargo, quizá sea una de las tareas más difíciles y más abandonadas porque no se refiere únicamente a “acudir a las orillas” buscando realidades marginales y marginadas sino a redignificarlas ante los centros del poder.
De hecho, se requiere ir un paso más allá: a reconocer y proponer en los centros de decisión algunos de los valores que con más frecuencia responden a los dramas de las periferias como el reconocimiento –sin falsas afectaciones– de las auténticas vulnerabilidades sociales, de la importancia de los procesos de innovación resiliente y de la participación de la inteligencia colectiva y democrática, sin olvidar los actos desinteresados que superan el asistencialismo a través de búsquedas de mutuo desarrollo. Como dijo Francisco, es en las periferias donde la realidad humana se hace más evidente y menos sofisticada: “La realidad se entiende mejor desde las periferias”.
Sin embargo, en cada transición y tensión entre poderes en juego, las periferias vuelven a quedar marginadas tanto en sus necesidades como en su significación. Ante los cíclicos juegos políticos se vuelven a poner en los centroides de toma de decisión los valores de control, poder, capacidad, habilidad y dominio; junto a sus contrapartes no dichas: sumisión, obediencia, simulación, connivencia, etcétera.
Es en las elecciones o durante los cambios de poder cuando las periferias retornan a su valor utilitario mínimo para justificar ideologías, políticas o principios de certeza absoluta. Los políticos (estén en campaña o no) usan a las marginalidades como aparentes destinatarios de sus esfuerzos y sus promesas, se compadecen de ellos al tiempo de condenar las pobrezas o violencias en las que están sumidos. Por supuesto, en arengas heróicas o mesiánicas prometen su restauración.
O peor, en momentos de colisión de capitales políticos o sociales se utiliza a la periferia como ese “músculo social”, “mayoría silenciosa” o “masa social indefensa” que respalda los intereses de las vocerías de sectores privilegiados. Desde cierta peana de superioridad, personajes encumbrados e indolentes se abrogan el derecho de tener la única respuesta a los problemas de las mayorías vulnerables, sus ideas descienden de su propia sagacidad y méritos, y sin dejar que se expresen tienen la receta para resolver todos los asuntos de las personas en frontera, en el borde exterior.
Pero poner la periferia al centro implica principalmente una renuncia objetiva de los centroides clásicos de poder; es decir, de quienes tienen oportunidad de mantenerse en la autorreferencialidad para dar el paso de costado, provocar el diálogo y la escucha horizontal, abrir espacios para la participación auténticamente democrática y sentirse enriquecidos con las propuestas (no siempre sencillas de entender) que las periferias ponen en la mesa de las necesidades mediante la pluralidad, la diversidad, la corresponsabilidad y mucha paciencia.
Resulta paradójico cómo después de cada triunfo electoral de algún personaje aparentemente ‘duro’ o ‘radical’ se aboga por que éste –junto a los millones de partidarios que lo llevaron al poder– se compadezca por las minorías e intente no concentrar el poder sino que lo reparta o lo descentralice; pero que, al mismo tiempo, mantenga incólumes las “instituciones tradicionales” aunque sean principalmente instancias perpetradoras de privilegios revestidas de burocratismos hiper especializados. Repartir, pero no para todos; y reformar, pero manteniendo los muros y las distancias que mantienen a los marginados como deben estar: marginados.
No cabe duda de que nos encontramos en medio de una profunda crisis de sentido en el mundo occidental y que se requieren respuestas novedosas para defender el papel central de la sociedad humana en un panorama tecnoglobalizado que evoluciona vorazmente y tan rápido que el sentido de la verdad se diluye en la post-verdad. Pero se equivocan aquellos que pretenden retornar a los valores de la Roma imperial para establecer el orden y la paz en este planeta agitado. El futuro de la humanidad no está en la colisión de titanes ideológicos o morales sino en la alineación de los intereses globales con aquellos de los más empobrecidos, los marginados y los afectados negativamente justamente por la globalización occidental. Es decir, “poniendo la periferia al centro”.
Un sólo hombre o una sola mujer sobre los tronos de los palacios no son toda la respuesta que requiere nuestro mundo convulso: se requiere un espacio donde los marcos filosóficos, legales, políticos, sociales y culturales marginales tengan espacio para expresar su voz y sus desafíos; y desde allí construir juntos, comprender y experimentar todos los valores que esas periferias plantean ante los anhelos preponderantes de las potencias autorreferenciales. Sí una paz con justicia y dignidad, un bienestar y un futuro por los cuales luchar, pero para todos.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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