Felipe Monroy
Prensa purulenta
Esta semana, como indigno testimonio del periodismo mexicano, destaca la circulación de una revista cuya portada no puede sino llenar de vergüenza a todos quienes intentamos hacer de este oficio un servicio en la clarificación de las perennes tinieblas de la sociedad. El problema de aquella desgracia no es su exageración sino la actitud detrás de la línea editorial del semanario, suficientemente ignominiosa como para siquiera calificarla de ‘mal periodismo’.
Ahora bien, tampoco es un tema que se resuelva con la superficialidad argumentativa de que el periodismo debe garantizar toda libertad de expresión; porque tan importante resulta defender la libertad de expresión como contribuir a enriquecerla en su nobleza. Y evidentemente, la dirección editorial de la revista ha hecho todo lo contrario.
Así que no es un momento para eufemismos, este tipo de prensa es el ejemplo paradigmático de un periodismo pelandusco; no sólo un erial, un yermo abandonado o un terreno infértil donde nada tiene provecho, sino un sitio purulento donde sólo crece maleza ponzoñosa y hierbajos miserables, un pozo envenenado donde se alimentan los encolerizados. No podemos sino preguntarnos cómo llegaron, aquellos colegas, hasta tal oquedad.
Tampoco quiero reducir esta crítica a un simple moralismo, el propósito no es señalar los desaciertos de la portada o la línea editorial desde una petulancia altanera sino contribuir a la reflexión sobre el papel del periodismo en esta “rebeldía contra la pasiva aceptación de nuestros actos vanos”. No importa desde dónde nos aproximemos a la ética periodística, invariablemente se hace necesario recordar por qué son imprescindibles los principios de respeto y de no instrumentalización de los humanos y sus dramas en el oficio informativo.
Para ello, es usual que la ética periodística –siempre dinámica– sea observada desde una de las muchas formulaciones kantianas del imperativo categórico: “Obra como si la máxima de tu acción fuese a convertirse por tu voluntad en una ley universal de la naturaleza”.
Es decir, casi impúdicos, los periodistas solemos publicitar y evidenciar nuestros errores en la desnudez del juicio social; muy pocas veces los corregimos o nos hacemos cargo de las consecuencias derivadas de ellos. Por ello, antes de publicar lo que, invariablemente será una sutil aportación a la historia inmediata y al breve relato historiográfico de nuestro tiempo, debemos preguntarnos si sentiremos orgullo de nuestras diatribas, nuestras obsesiones, los insultos y las infamias a las que dimos voz.
¿Qué sucedería si el insulto fácil se torna la norma para toda la información y opinión mediática en el futuro, incluida la que se vuelva contra nosotros? ¿Una portada tan infame o los infaustos adjetivos sobre la apariencia de una persona son el legado que dejaremos de nuestra profesión en los anales de la historia? ¿Mereceríamos y fomentaríamos entre los colegas que se nos agrediera con el mismo vómito cáustico?
Es cierto que la política (sus intereses, sus mundanas obsesiones) genera escenarios dramáticos en donde se juegan crudamente los límites del poder; en ella, dicen, se permite el grito al desesperado, el clamor al abatido, la revuelta al oprimido e incluso la mentira y la maledicencia a los propagandistas. Y aunque mentir y maldecir siempre han tenido un espacio entre las tácticas de control desde el poder o de la rebelión contra el poder, debemos preguntarnos permanentemente si aquellas deberían ser la norma de nuestra conducta para con el prójimo y viceversa.
Hay otra reflexión importante que exige este desafortunado episodio del semanario autodefinido como ‘opositor’ y tiene que ver con el origen de la diatriba. En el marco político, siempre estarán los excluidos del poder, los marginados, incluso los humillados. No importan las altas cualidades democráticas del sistema político, siempre habrá sectores no representados, desoídos y hasta despreciados. El periodismo tiene allí una alta responsabilidad para hacer público lo acallado, un deber para con la minoridad en resistencia pero con una distinción: El periodismo debe estar inclinado sobre los abismos de los que sufren objetiva y auténticamente, se conmueve con el grito atávico de una madre ante la pérdida de su criatura y con la indignación de quien contempla los derechos de los humildes mancillados desde el poder; pero el periodismo no debe hacer campañas de terror desde los poderes formales o fácticos, no puede participar del relato perturbado de quien, teniendo poder, desea tener aún más privilegios.
No se puede ser más enfático, el periodismo representa siempre una decisión y un activismo político; pero su oficio exige distancia de esa visceralidad ignominiosa que raya en la locura. El periodismo debe respetar los derechos de los débiles y discriminados, comenzando por el respeto a su inteligencia; debe evitar toda opinión discriminatoria que incite a la violencia o a las prácticas inhumanas o humillantes; debe evitar alusiones peyorativas; debe evitar expresiones o manifestaciones desagradables o hirientes sobre la condición personal de las personas o sobre su integridad física o moral. En conclusión, no se debe tratar a los demás como medios para nuestros propios propósitos, no importa lo urgentes o necesarios que nos parezcan.
*Director Siete24.mx @monroyfelipe
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Felipe Monroy
Trump es, sobre todo, un síntoma
Han pasado los primeros 20 días del año y ya se ha marcado la pauta del ejercicio del poder en los grandes temas que se anticipan a nivel sociocultural el resto de la década: las nuevas identidades nacionalistas, los nuevos modelos económicos, la nueva apuesta integrista frente a los conflictos y una renovada retórica propagandística que han hallado una inmensa cantidad de simpatizantes por una sola razón: asfixia.
El modelo ideológico neoliberal, global, hiper garantista e hiper regulatorio que se erigió a finales del siglo pasado y que alcanzó casi todas las actividades humanas entró en varias crisis desde el 2001. Las más relevantes sucedieron en materia de seguridad doméstica e internacional por el uso de la guerra como herramienta de mercado; en el ahondamiento de la desigualdad derivado de la protección y desarrollo de oligopolios financieros; en la disolución de la identidad personal, familiar y del bien comunitario por el patrocinio de un desenfrenado consumismo individualista y de autorrealización egoísta; y finalmente en los conflictos político-sociales causados por sistemas ‘democráticos’ hiper regulados y mecanismos de justicia elitistas que impidieron la auténtica representación de los pueblos en las decisiones de sus gobernantes.
En cada crisis, el modelo fue defendido mediante malabares políticos, económicos e ideológicos; por ejemplo: infames acuerdos y presiones diplomáticas para mantener guerras internacionales debido a amenazas inexistentes; complejos fraudes electorales ‘legalizados’ a través de exquisitas burocracias falsamente apartidistas pero alineadas a intereses ajenos al pueblo; reiterados rescates de especuladores bancarios mediante la transferencia de sus deudas a ciudadanos y la reorientación de apoyos financieros del Estado a megacorporaciones; y el patrocinio de políticas de reconfiguración ideológica que incidieron desde la educación y el lenguaje hasta los marcos legales y de libertad presionando mediante agresivas agendas de interés aquellas nuevas convenciones culturales que, en la vida natural de los pueblos, podrían tardar varias décadas.
Sin embargo, ha dicho bien Trump: se trata de una etapa “en decadencia” que ya no puede mantener el poder hegemónico que gozó hace sólo un par de décadas y que ha encontrado sus derrotas tanto en la irrupción de personajes periféricos en el poder popular (muchas democracias dieron vuelcos radicales con la elección de líderes políticos antisistema) como en el refrescante avance de los modelos mixtos político-económicos distantes del endiosamiento neoliberal. Aquel modelo, congestionado y asfixiante, ha sido justo el sustrato en el que síntomas como Trump pueden expresarse con tanta potencia y confianza por parte de sus partidarios.
Sin duda, varios de los personajes icónicos de este viraje radical, han alcanzado poder y notoriedad gracias a su particular forma de comunicar, por mantener una postura política simple y determinada (a menudo más simplista que sencilla), por sus retóricas directas y exaltadas de ‘rescate’ nacionalista o de defensa de los valores tradicionales del pueblo, y por la convergencia de los muchos ‘parias’ y ‘excluidos’ del sistema precedente.
Es precisamente por ello que causa fascinación y angustia el refrendo de que este viraje esté intensamente respaldado por una buena porción del pueblo y que revela, en el fondo, una necesidad sociocultural abandonada durante décadas. Lo que ahora quizá está en la mente de esos liderazgos es pasar de enunciar la filosofía “que se expresa en fórmulas” a aquella que se afirma a través de las acciones; bien dice la máxima: “La fórmula tiene un valor, pero sólo la acción se contrapone a la inercia”.
Quizá desde esta perspectiva se podrán comprender las decisiones de gobierno que se tomen en esta ‘Segunda etapa de Trump’ (más definitoria que la primera) respecto a temas como la violencia, los carteles, las drogas y las armas; la migración, las deportaciones, los derechos humanos y la dignidad social; la economía de perspectiva nacional y los mercados prioritarios; la redefinición de las fronteras de libertad y los nuevos espacios de confrontación discursiva en los servicios omnímodos de los titanes mediáticos; las nuevas relaciones de poder entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial; la reconfiguración de los modelos educativos y laborales por la revolución tecnológica; y las nuevas perspectivas sobre la libertad de pensamiento, conciencia y religión aderezada por integrismos autorreferenciales.
La histórica alternancia y sucesión democrática en los Estados Unidos parece garantizar que el segundo mandato de Trump sólo durará cuatro años; pero quizá su estilo y marcos doctrinales, no. Otros países han demostrado que la sucesión en el poder no implica una renuncia a los grandes principios y valores del cambio necesario; y quizá esa sensación refleja la posibilidad de que, esperar que todo ‘vuelva a lo normal’, quizá no sea suficiente.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Renuncias y sucesiones episcopales
El 2025 será un año intenso para los obispos mexicanos
Este 2025 será un año intenso para los obispos de México. En primer lugar estarán sumergidos en las actividades que implican el Año Jubilar Ordinario; también estarán adecuando acentos pastorales para dar seguimiento al Proyecto Global de Pastoral 2031+2033; y, finalmente, entrarán en un periodo reflexivo respecto a los grandes temas que supone el recambio generacional episcopal que definirá los perfiles del futuro de la Iglesia mexicana.
Sobre el Jubileo 2025. A pesar de centrarse en la peregrinación de católicos a Roma, los obispos locales también han tenido oportunidad de que las puertas del perdón sean abiertas en sus catedrales diocesanas, más cercanas a los fieles, para que estos alcancen las indulgencias que ofrece la Iglesia cada cuarto de siglo. Sólo eso requiere proyectos de formación, catequesis y celebración para compartir a los creyentes la importancia de este momento jubilar.
Respecto a los acentos pastorales; se sabe que el cambio en la presidencia de la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM), dará seguimiento al proyecto pastoral aprobado por el pleno hace casi una década; sin embargo, también es claro que habrá ajustes en algunas prioridades. Al final del XXV Encuentro de Vicarios de Pastoral se puso enfoque en la sinodalidad y la misión profética de la Iglesia mexicana, lo cual anticipa análisis sobre el estilo de gobierno y operación al interior de las instituciones religiosas, al mismo tiempo de reforzar el ‘anuncio y la denuncia’ evangélica en medio de la realidad social.
Sin embargo, uno de los temas más acuciantes para el futuro de la Iglesia mexicana pasa por el recambio generacional de los perfiles episcopales. De hecho ha sido simbólico y muy significativo que, sólo arrancando el 2025, el cardenal arzobispo de México, Carlos Aguiar Retes, haya cumplido la edad canónica de retiro y que, por lo tanto, ha debido enviar su carta de renuncia al papa Francisco. Por supuesto, este es un procedimiento ordinario al que deben someterse todos los clérigos para poner a consideración de su superior el destino de su servicio y labor. No obstante, el acto en sí es simbólico porque obliga a imaginar los liderazgos eclesiales del segundo tercio del siglo.
Tras cumplir los 75 años de edad, el cardenal Aguiar entra por tanto en esa ‘sala de espera’ en la que la Santa Sede valora si el nombramiento de su sucesor es apremiante o no. Se suma a media docena de obispos y un cardenal que ya presentaron su renuncia al papa Francisco y que también aguardan el momento de su aceptación y el potencial nombramiento de su sucesor.
Los obispos que superan la edad canónica de retiro estos momentos son: el obispo de Xochimilco, Andrés Vargas Peña; el obispo de Tepic, Luis Artemio Flores Calzada; el obispo de Cancún-Chetumal, Pedro Pablo Elizondo Cárdenas; el obispo de Zamora, Javier Navarro Rodríguez; y el propio cardenal arzobispo de Guadalajara, José Francisco Robles Ortega. Por ello, el cardenal Aguiar declaró que espera que el pontífice argentino le conceda por lo menos la misma extensión de tiempo en el gobierno como lo ha aplicado con otros obispos del país.
Pero el 2025 apenas comienza, antes de la asamblea plenaria de obispos del próximo otoño, ya habrán presentado su renuncia otros siete pastores, incluidos tres arzobispos metropolitanos (Puebla, Víctor Sánchez Espinoza; Antequera-Oaxaca, Pedro Vázquez Villalobos; y Acapulco, Leopoldo González González); y en enero del 2026, el arzobispo de Morelia, Carlos Garfias Merlos; y el arzobispo de Monterrey, Rogelio Cabrera López.
Por si fuera poco, hasta ahora el papa Francisco no ha designado pastores para la arquidiócesis de Tuxtla Gutiérrez y las diócesis de Ecatepec, Nuevo Casas Grandes, Nuevo Laredo, Nogales, Tapachula y El Nayar.
Se trata, por tanto, de ocho de diecinueve grandes circunscripciones eclesiásticas de referencia e importancia simbólica que analizan los perfiles de los obispos en funciones (que tengan alrededor de una década de experiencia episcopal) para ser elevados a arzobispos metropolitanos; y de casi una veintena de diócesis para las que la Nunciatura apostólica, la Santa Sede y México también estarán valorando perfiles de sacerdotes u obispos auxiliares para tomar las riendas no sólo de su porción de fieles sino de los grandes proyectos que están en desarrollo en la Iglesia mexicana rumbo a la celebración de los 500 años del Acontecimiento Guadalupano: vocaciones y ministerios, transmisión de la fe, cambio cultural, sinodalidad y reestructuración integral, construcción de paz, promoción de la dignidad humana y pastoral social.
Para el recambio generacional, los obispos de la ‘Era Francisco’ (casi todos auxiliares aún) ya han manifestado su papel e importancia para el futuro de la Iglesia mexicana; de entre ellos no sólo saldrán los obispos que dirigirán las diócesis después de que los obispos creados por Juan Pablo II y Benedicto XVI lleguen al retiro; también emergerán los nuevos referentes teológico-pastorales para una Iglesia que se aproxima a los 2000 años de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe
Felipe Monroy
El poder del nombre
Nombrar es poseer de alguna manera. En el fondo, la aceptación compartida por lo menos por dos personas (aunque el ideal es que haya un gran consenso de colectividad) de que una cosa tenga un nombre y no otro, siempre tiene una traza de ejercicio de potestad, de poder y posesión. Se dice que la elección y definición de los signos lingüísticos que representan la identidad de los objetos, los seres, lo inasible y hasta lo imposible siempre será arbitraria, pero en el fondo hay un dispositivo que intenta fijar “la cosa” al “nombre” y ahí no participa el azar sino el poder.
Eso es lo que hay detrás del juego de retórica política que jugaron Donald Trump y Claudia Sheinbaum en días pasados: Si una porción de mar delimitada por ciertas playas y traspasada por los más variados intereses políticos y comerciales lleva un nombre u otro podría parecer baladí y, sin embargo, la lucha por esos nombre detona sentimientos y ciertos valores de historia, derecho, propiedad, orgullo, tradición, ley y costumbre que superan las características propias de las palabras con las que se quiere nombrar a la cosa.
El episodio originado por Trump al declarar que el Golfo de México debería llamarse Golfo de América (entendida ‘America’ como la nación estadounidense y no por el continente) y la respuesta de Sheinbaum sobre que los Estados Unidos de Norteamérica deberían llamarse entonces la América Mexicana, no debe parecernos un acto menor en el curso actual de la geopolítica y el cambio en el peso ideológico que enmarca las transformaciones sociales y culturales contemporáneas.
La gran disputa política actual está asentada en el lenguaje y en la forma en que ciertos poderes promueven, convencen, obligan o directamente coaccionan a las culturas a adoptar nuevos nombres para viejas realidades.
El episodio recuerda a ese fragmento mítico-fundacional de Macondo en la novela de García Márquez: el hijo del fundador del pueblo olvida el nombre del yunque y le pregunta a su padre por el nombre del objeto, el padre le dice que se llama “tas” y el chico escribe en un papel la palabra “tas” y se la pega al yunquecito: “Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro”.
Luego “con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre”. El fragmento de esta novela es interesante porque contrapone la figura de poder del fundador del pueblo quien literalmente pone y pega el nombre a las cosas, a veces conservando unos y a veces inventando otros; mientras, la otra figura de referencia (la vidente) aprovecha “las evasiones de la memoria” del pueblo para no sólo ofrecer ver el futuro sino “ver el pasado” de la gente, adornando o tergiversando los recuerdos de los más viejos.
Al final, lo que García Márquez brillantemente relata es que una etapa esencial en el mito fundacional de un pueblo radica en el nombramiento de lo material y lo inmaterial, de lo propio y lo ajeno, de las esencias y cualidades de la realidad.
Y hoy, en pleno siglo XXI, después de largas décadas de un modelo internacional global, tecnodemocrático, neoliberalista, hiperregulado y dominado por una sola visión idiosincrática de mirar el mundo, sus prioridades y el tono en el que debe sonar el concierto entre las naciones, han surgido exóticos liderazgos, respaldados amplia e intensamente por sus pueblos, cuya lucha política es cultural, histórica y fundacional de sus pueblos; que van en contrasentido a las creencias e “impositivas sugerencias” de los organismos supranacionales y que, por supuesto, utilizan el discurso, la retórica, el lenguaje y el nombramiento de las cosas como dispositivos políticos no sólo para granjearse adeptos y conservar adherentes sino para construir las identidades de sus pueblos.
En efecto, hoy el Golfo de México se llama así, tanto por su historia como por la aceptación internacional, pero la identidad de su designación no es rígida, depende de factores que, como la historia nos ha enseñado, pueden variar: las guerras, las imposiciones, los nuevos consensos, las vanidades y orgullos… es decir, por diversas expresiones de poder.
¿Debería preocuparnos la posibilidad de que las cosas cambien de nombre? Sí, pero quizá no por las razones más evidentes (el cambio de una palabra por otra) sino porque los nombres de las cosas siempre van acompañados de dispositivos de poder, los cuales no siempre son sencillos de identificar. En los últimos años, por ejemplo, los grandes conceptos antropológicos, sociales, culturales, políticos y económicos como democracia, libertad, soberanía, derechos, vida, autonomía, hombre, mujer, igualdad, competencia, etcétera, han sido “pegados”, “adheridos” artificialmente a realidades distintas y justificados en historias o memorias en ocasiones ficcionadas (como hicieran tanto el fundador como la vidente de Macondo).
La crisis cultural y antropológica de la que aquí hemos hablado vive un conflicto de poder esencialmente en el nombramiento de las cosas. Como diría Heidegger: “Ninguna cosa es donde falta la palabra, es decir, el nombre. Solamente la palabra confiere el ‘ser’ a una cosa”. Y es ‘el ser’ lo que está hoy en disputa. Ojalá sucediera como sugirió Joan Margarit y que “al final todo se acaba pareciendo al nombre que soñamos”; pero los nombres no provienen de los sueños sino de las interacciones del poder.
Hay, por supuesto, una alternativa para participar de este juego discursivo y retórico de poderes sin validar las estratagemas de dominación de uno u otro bando, e incluso logrando la construcción de nuevos consensos periféricos, fuera de los centroides de poder en conflicto: abogar por las cosas a las que se les arrancó el nombre y pronunciar el nombre de las cosas olvidadas. Pero para ello se requiere tanto imaginación como delicadeza, dos cualidades poco valoradas en nuestros días.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Iglesia, factor de estabilidad social
Discreta, pero sumamente relevante en el panorama bilateral actual, ha sido la visita del embajador saliente de los Estados Unidos, Ken Salazar, al presidente de los obispos católicos de México, Ramón Castro Castro.
La visita, hecha en el contexto de la misa dominical en la Catedral de Cuernavaca –sede episcopal de Castro– y no en la sede de la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM), refleja el interés de no oficializar demasiado el encuentro; sin embargo, ha sido el propio diplomático norteamericano quien hizo relevante el saludo al poner hincapié en la mayor preocupación que han despertado los últimos atentados en EU y la forma en que se relacionarán ambas naciones una vez que Donald Trump entre en funciones: la estabilidad social.
Las últimas semanas de la administración demócrata de Joe Biden han dejado varias inquietudes para el futuro de aquella nación pero que, como sabemos, sus diatribas suelen influir en otros pueblos y culturas: hay falta de seguridad interna, inconsistencia en la política exterior, persisten las malas expectativas en el desarrollo económico y, para colmo: se han expresado criminalmente los desequilibrios emocionales de la tradicional identidad norteamericana (los dos militares perpetradores de los atentados en Las Vegas y en Nueva Orleans, son ejemplo macabro de ello).
La preocupación de la Casa Blanca antes de hacer maletas para dar paso a la segunda administración trumpista es la cuestión de los valores, principios y creencias que propuso el globalismo en los últimos cuarenta años y que entraron en crisis en la última década. Basta ver la lista de los homenajeados por Biden con la Medalla de la Libertad: Hillary Clinton, George Soros, Michael J. Fox, Denzel Washington, Bono, ‘Magic’ Johnson, José Andrés, Anna Wintour, Jane Goodall, Bill Nye, Ralph Lauren y Lionel Messi, para reconocer qué personajes del mundo político, económico, deportivo y del espectáculo pretende que sean los ‘heraldos’ de dichos valores globales, en resistencia, en la segunda era de Trump.
Desde esta perspectiva, las palabras dichas por Salazar tras el encuentro con el obispo Castro toman otra dimensión: “El liderazgo de la Iglesia es fundamental para el pueblo… para tener una sociedad estable, buena, con optimismo… El diálogo es tan importante que las soluciones de cualquier tema que tenemos, en los asuntos de economía, pobreza, migración, problemas como inseguridad, éstos se discuten y se hallan las salidas mediante un diálogo profundo, auténtico y verdadero, y buscando respuestas”.
Hay un buen sector político-ideológico norteamericano que se está quedando esencialmente sin interlocutores, un poco por la soberbia con la que quisieron imponer en el mundo una única forma de ver la vida, la libertad, la educación, el desarrollo y el dominio exclusivo de ciertas élites y un poco porque los nuevos liderazgos “populistas” han recobrado entre la población los sentimientos de soberanía, nacionalismo, bienestar comunitario, autonomía e independencia que fueron casi proscritos en el neoliberalismo ideológico y la hiper-regulación democrática de las últimas décadas.
El gobierno de López Obrador en México (y la reafirmación de sus argumentos político-culturales con Claudia Sheinbaum) así como el segundo triunfo de Donald Trump en los Estados Unidos (reforzado y ahora con la mirada puesta en la trascendencia) no simbolizan una ‘sacudida’ pasajera sino que ofrecen un auténtico viraje en el camino de sus respectivas patrias, un recambio del statu quo exaltado durante la globalización y que hoy es duramente cuestionado desde nuevas identidades patrias: nacionalistas, proteccionistas, orgullosas de su camino y su autosuficiencia, capaces de tomar decisiones radicales incluso en contrasentido al resto del ‘mundo global e interconectado’.
Y si bien esto es un reto para los poderes políticos y económicos; para la Iglesia católica implica una intensa revisión de su propia historia y los destinos de sus esfuerzos: si algo ha sobrevivido en cada uno de los cambios epocales en los últimos dos milenios, ha sido esa estructura social-religiosa que ofrece sentido a la sociedad cuando ésta se enfrenta a graves cambios culturales. Así lo dijo Ken Salazar: “Los líderes religiosos juegan un papel crucial en nuestras comunidades al impulsar iniciativas que nos permiten avanzar en nuestra seguridad compartida”. Esa ‘seguridad compartida’ de la que habla el diplomático quizá no haya que interpretarla en términos inmediatistas.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe