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Felipe Monroy

Diálogo pontificio y silencio apostólico

De sobra se sabe que el proceso electoral del 2018 en Nicaragua estuvo dolorosamente marcado por la brutal represión de movimientos

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Gran escándalo internacional han causado las sistemáticas y crecientes agresiones a la libertad de expresión y la libertad religiosa en Nicaragua; por supuesto, es claro que desde el poder político del régimen de Ortega hay una inquietante urgencia por acallar no sólo a la disidencia política sino a toda libre asociación que cuestione o proponga otra visión a la institucionalización de ese extraño neosandinismo que se autodefine como revolucionario, cristiano y socialista. El tema es añejo y dista de ser simple; aunque haya sectores ideologizados que insistan en ver sólo un lado del conflicto, radicalizando y sustentando su opinión más en sus propios intereses que en las urgencias reales del pueblo centroamericano.

De sobra se sabe que el proceso electoral del 2018 en Nicaragua estuvo dolorosamente marcado por la brutal represión de movimientos y actores políticos disidentes al régimen. Ha sido ampliamente documentado cómo el gobierno utilizó recursos de la fuerza pública para someter a incipientes levantamientos de organización política. Diversos organismos internacionales han denunciado cientos de violaciones a las libertades civiles: arrestos y detenciones arbitrarias, limitaciones al ejercicio de libertades políticas y sociales, intimidación a la asociación pacífica, persecución de la libertad de expresión, uso innecesario o desproporcionado de la fuerza policial, tortura y, claramente, coacción a la libertad religiosa.

Desde entonces, junto a no pocos sectores sociales, algunos ministros de culto y ciertos grupos de creyentes católicos han sufrido un permanente asedio por parte del régimen y los no pocos partidarios del Frente Sandinista de Liberación Nacional. Pero léase con cuidado esto último: no todos los ministros de culto y no todos los grupos de creyentes católicos padecen persecución.

Hay algo que desde el exterior parece que no se quiere ver para justificar las parciales opiniones respecto al régimen y la crisis político-social que alimenta; pero los periodistas nicaragüenses, tanto de los medios confiscados por la dictadura (La Prensa, El Confidencial y 100% Noticias) como los alineados al régimen (Bolsa de Noticias) sí perciben: el estrecho vínculo entre el régimen orteguista y la Iglesia católica parece haberse roto con la muerte del cardenal Miguel Obando y Bravo precisamente en 2018.

La enorme figura pública y política que representó para el país el ex arzobispo de Managua hunde sus raíces en su profética denuncia de la dictadura de los Somoza, en la compleja intermediación entre la guerrilla sandinista y la dictadura, y en la acción heroica del obispo quien literalmente se arremangó la sotana para rescatar a un pueblo afectado por el terremoto del 72.

Pero también se reconoce a Obando por su apostólica crítica al primer régimen sandinista de Ortega en los 80, una instrucción a todas claras impulsada por el papa Juan Pablo II quien lo nombra como el primer cardenal de origen centroamericano casi exclusivamente para combatir el comunismo y para vincularse con Washington en la promoción de la Contraguerrilla, ‘Los Contras’ en Nicaragua.

Más adelante, Obando fue señalado duramente por su extraña connivencia económica con los gobiernos intersandinistas y por la singular reconciliación con Daniel Ortega entre 2004 y 2006 cuando no sólo celebró eucaristías para ensalzar la guerrilla sandinista sino que ‘certificó’ la ‘conversión’ de Ortega al catolicismo y hasta presidió la boda entre el ex guerrillero y Rosario Murillo. En la última década de su vida, el cardenal Obando además, fue un colaborador y funcionario del régimen orteguista desde una comisión nacional ciertamente innecesaria; fue un verificador de que las políticas públicas en el país no se separaran de los principios católicos (en un viaje a Managua en 2017 me sorprendió ver varios altares católicos en las oficinas centrales del Ministerio de Salud y que varias políticas de salud privilegiaran criterios de inspiración cristiana en la atención pública); en 2014 se fijó su nombre en la Constitución de Nicaragua y en 2016, el gobierno de Ortega declaró al arzobispo católico como ‘prócer nacional de la paz’.

Todo esto quizá resulta necesario mirar para comprender dos cosas sobre el actual conflicto: Que los liderazgos episcopales que hoy están absolutamente enemistados con el régimen de Ortega tienen criterios políticos muy distintos a los de sus maestros y predecesores; y que, si la dictadura orteguista busca apropiarse de los conceptos, discursos y narrativa cristiana (incluso a costa de secuestrar, arrestar y expulsar a los cristianos), fue porque hubo una época apenas reciente en que la Iglesia católica se lo permitió y lo promovió con gusto.

Quizá por eso hoy incomode tanto el ominoso silencio que desde varios sectores católicos se ofrece ante la cruel persecución política y social en Nicaragua; quizá por eso perturbe tanto que nuevamente se convoque al diálogo bajo la conciencia de que esa propuesta en 2019 sólo dejó a más disidentes en la cárcel y a más líderes sociales autoexiliados.

A diferencia de los sectores ideologizados, que pretenden la destrucción de uno u otro extremo en conflicto, el diálogo pontificio (en el estricto sentido de ‘construir puentes’) quiere levantar caminos de ida y vuelta sin juzgar demasiado cada orilla ni restarle validez, propósitos o cualidades; y en ese diálogo, no pocos creyentes también deberán recordar que el silencio apostólico se torna más elocuente cuanto más se prolonga.

*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe

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Felipe Monroy

Claridad, ante la complejidad

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El debate sobre el papel de los obispos de México ante los múltiples desafíos nacionales se ha intensificado en recientes días tras la divulgación de una “Carta abierta a la Conferencia del Episcopado Mexicano”, firmada por el grupo denominado ‘Teología Latinoamericana: Volviendo al Evangelio’. Esta misiva, publicada en la icónica e histórica revista eclesial Christus, no es una crítica marginal, sino un espejo de las profundas tensiones que recorren el catolicismo mexicano ante una realidad nacional marcada por la violencia, la polarización política y el vertiginoso cambio cultural.

Entre varios asuntos, el documento cuestiona si el liderazgo eclesiástico ha caído en un “discurso confrontativo y politizado” que se aleja de la misión profética de analizar la realidad no sólo con rigor sino en clave evangélica o que impide la promoción de una pastoral creativa de encuentro, desprovista de sesgos nostálgicos. Este cuestionamiento toca un nervio sensible de la actitud católica contemporánea pues algunos movimientos religiosos y políticos continúan fomentando doctrinas de pretendida ‘restauración’ histórica o de supuestos estados previos idealizados; mientras se desprecian o subestiman los nuevos contextos sociales y los cambios culturales irreversibles. Es decir: lo que ya ha cambiado debido al famoso ‘cambio de época’.

La carta, por ejemplo, aborda directamente el delicado manejo de la memoria histórica en el mensaje de noviembre pasado de los obispos. Señala que, al conmemorar el centenario de la Guerra Cristera, existe el riesgo de establecer una “equivalencia indebida” entre la persecución religiosa de los años 20 y el contexto actual, donde —según los firmantes— no existe persecución por creencias.

En efecto, el mensaje episcopal mencionado parece ser intencionalmente ambiguo respecto a la “causa sagrada” de “dar la vida” contra “el Estado totalitario… opresor… del dictador en turno” que sucedió durante la persecución religiosa del siglo pasado. Aunque hay que mencionar que dicho mensaje y su jiribilla retórica sin duda estuvo motivado por los recientes abusos discursivos y legislativos de no pocos liderazgos políticos (siempre amparados por el partido en el poder) que legitiman aquella rancia alergia a la libertad religiosa que, paradójicamente, institucionalizaron los fundadores del partido hegemónico del siglo pasado al que enfrentaron hasta arrancarle el poder.

La carta, sin embargo, sostiene que los argumentos episcopales podrían incurrir en “falacias” al apelar más a la emoción que al análisis objetivo. Y por ello, la pregunta crucial que subyace es si el episcopado está construyendo un relato emocional de confrontación con la autoridad civil electa y si, involuntariamente está procurando la exaltación de las identidades religiosas sacrificando el diálogo y la precisión fáctica.

Contra lo que el episcopado afirmó en su mensaje, la carta sí reconoce los avances sociales que las autoridades federales han divulgado en los últimos años y que los obispos consideran parte de una retórica propagandística falaz: la reducción de la pobreza, el aumento del salario mínimo y algunas políticas de nivelación a través de la justicia social. Y aunque, al igual que el episcopado nacional, los firmantes advierten una crisis profunda en seguridad ciudadana, la carta pide a los obispos que las críticas a la violencia sean claras y específicas, y eviten generalizaciones sobre “discursos” o “narrativas” cuyo origen no fueron capaces de identificar.

Este llamado al rigor tiene una dimensión pastoral profunda. La realidad mexicana, con casi el 70% de la población que aún percibe sus localidades como inseguras, exige un análisis que debe ir más allá de la mera confrontación política. Por lo cual, la denuncia concreta de las “estructuras del pecado” que someten a la población al miedo y a la incertidumbre, a juicio de los firmantes, deben hacerse con nombre y apellido, y no sólo sembrar con guiños sutiles los destinatarios de una crítica velada. 

Sin duda, lo que revela esta singular y espontánea carta abierta para la comunidad católica mexicana es que hay una alta exigencia para los fieles ante la compleja realidad nacional. Urge abordar con profundidad analítica y sin simplificaciones las causas estructurales del dolor nacional; se requiere expresar con valor profético la denuncia del mal dondequiera que se encuentre; es necesario sostener un diálogo auténtico con toda la sociedad, incluyendo a quienes piensan distinto; y se debe mostrar una actitud sinodal para escuchar, respetar y valorar la reflexión que surge desde desde las comunidades religiosas, los laicos, las comunidades de base y los marginados. En concreto, se necesita una Iglesia que, lejos de encerrarse en la queja, salga a encarnar la esperanza en las fronteras y periferias existenciales. 

*Director VCNoticias.com  @monroyfelipe 

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Felipe Monroy

Sed espiritual, desconfianza de las religiones

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La sociedad moderna pasa por una intensa renovación de espiritualidad y una angustiosa búsqueda de lo trascendente. Hay evidencias claras en diversos ámbitos, especialmente en la cultura y el consumo contemporáneos.

Uno de estos casos es el éxito global de la producciónLuxde Rosalía que ha propiciado una álgida conversación social sobre el peso de lo religioso en la vida contemporánea: sobre la ‘post-religión’ o sobre la fe como bien comercial y de consumo; sobre el ‘blanqueamiento’ del catolicismo premoderno y de sus viejas instituciones que ejercieron facultades más allá de la regulación moralizante; sobre la auténtica “sed interior” que experimentan hombres y mujeres actuales; sobre el valor intrínseco –personal y comunitario– de las expresiones rituales y simbólicas de la fe, de la esperanza y del amor; y también sobre los modernos abismos internos que claman por luz y claridad. Así canta la catalana: “¡Quisiera yo renegar / de este mundo entero! / Volver de nuevo a habitar / … / por ver si en un mundo nuevo / encontraba más verdad”.

En el espacio cultural y comercial, esta tendencia de búsqueda de espiritualidad se manifiesta además en el aumento en ventas de libros, productos formativos y de entretenimiento que le han dado una ‘vuelta de tuerca’ al coaching y la autoayuda (casi siempre limitados al éxito, la ganancia y el rendimiento productivo) para ahora explorar metafísicas de espiritualidad hacia la plena realización personal, la esencia del bienestar integral, la aceptación del dolor y la tragedia, o el sentido de la existencia y la trascendencia. 

Los círculos filosóficos contemporáneos comienzan a explorar y participar de debates en ámbitos que tradicionalmente pertenecieron a la teología, a las religiones y a la espiritualidad del creyente. 

Autores de moda indagan sobre el sentido actual, vigente y necesario de la contemplación frente a la saturación informativa y de consumo digital hegemonizante; analizan la urgencia de la renuncia al ego y del ‘vaciamiento’ del ego, de lo contingente, lo artificial y lo coyuntural frente a una humanidad y un planeta que se degradan vertiginosamente; plantean la dimensión humanista de la misericordia frente al humanismo pragmático y positivista; cuestionan al utilitarismo mundano del ‘propósito’ y recuperan principios de trascendencia desde la experiencia ‘no-capitalizable’ de la otredad; hablan de la ‘irracionalidad del amor’ como fuerza transformadora de épocas históricas; y, por supuesto, erigen el valor de la esperanza como una virtud desprovista de intereses mundanos o inmediatistas sino como la posibilidad de conservar el sentido más allá de las fronteras del triunfo o del fracaso.

Y a pesar de esta sensibilidad renovada sobre la espiritualidad, la fe y la trascendencia, la sociedad contemporánea acumula desconfianzas respecto a la institucionalización de las creencias o de la fe institucionalizada. Es decir, hay una auténtica búsqueda de Dios o de las esencias de ‘lo divino’, pero no a través de las estructuras religiosas. La religión provoca escepticismo e incluso precaución; la desritualización de lo sagrado y la crisis vocacional en los diversos ministerios religiosos la experimentan prácticamente todas las religiones formales; y esa desconfianza muy probablemente sea producto de una historia innegable. 

Algunas religiones –en especial las de mayor tradición, mejor estructuradas y que cuentan con profundos cimientos teológicos y rituales– han participado de diferentes formas y muy activamente de los mecanismos de control político, legal, económico, cultural e incluso íntimo personal de diversos pueblos en distintas épocas. Quizá por ello, en las sociedades modernas se expresa una alta resistencia a la norma sancionada, a la idea del castigo, al condicionamiento, a ciertas ‘tradiciones’ impositivas o a la recurrente validación, connivencia o cruzadas de ‘purificación religiosa’ con y contra los poderes políticos en turno. 

Paradójicamente, al mismo tiempo, la búsqueda de espiritualidad que no es asimilada, orientada o acompañada por las religiones estructuradas está siendo cooptada o capitalizada –en todo el sentido de la palabra– por los movimientos político-ideológicos, por vendedores de destinos ulteriores o por nostálgicos de supuestos pasados heróicos descontextualizados. En este terreno, lo ‘religioso’ se ofrece como respuesta, no como búsqueda; como triunfo y no como relación; como mayorazgo dominante y no como liberación de las opresiones. La religión y sus aspectos espirituales se convierten en estrategia o discurso político; y ahondan la desconfianza de creyentes y no creyentes que siguen buscando respuestas fundamentales, esenciales y trascendentales.

Como corolario a esta reflexión y para abonar a la esperanza, quizá valga recordar que el mundo occidental ya había experimentado síntomas semejantes en otras épocas y en aquel entonces la espiritualidad respondió generosamente a aquella crisis de sentido.

Así lo relata por ejemplo, una historia del discípulo del monje Besarión en el siglo IV: “Yendo una vez hacia la costa del mar, tuve sed y le dije al monje: tengo mucha sed. El anciano hizo oración y me indicó después que bebiera del agua del mar. El agua se endulzó y bebí. Aproveché entonces para recolectar agua en mi ánfora por si más tarde me daba nuevamente sed. El anciano Besarión me preguntó por qué lo hacía y le dije que quería prevenirme por si más adelante me volvía a dar sed. El monje reprendió mi actitud de querer contener el favor del Cielo y me dijo: ‘Dios está aquí y en todas partes. Confía’.” 

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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Felipe Monroy

Más allá de sombreros y discursos de paja 

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Hemos llegado a un punto de quiebre en el país. Los acontecimientos recientes parecen revelar que la política se ha reducido a la expresión discursiva flamígera y contenciosa –si acaso–; y que el resto del espacio público es ya pura violencia.

Parece que nadie quiere buscar acuerdos o abrirse a la negociación, se desconfía sistemáticamente del complejo oficio de la intermediación, ya no se tiene esperanza en la interlocución entre adversarios políticos; se ha puesto un terrible velo de radicalismo sobre los actores sociales y los fanáticos pontifican desde sus peanas de pureza acrítica que la única solución es la que ellos imaginan y desean imponer. 

Afuera –arguyen los apocalípticos–, la violencia y el desgobierno confirman todos nuestros miedos; y, aunque se requiere rehabilitar el espacio público para sanar el tejido social, los despistados entusiastas se limitan a perseguir batallas y guerras “culturales” que pretenden ganar sólo a fuerza de propaganda y comunicación.

En el fondo, parte del problema es que muchas estructuras y agentes colectivos se han atrincherado en el discurso. Se limitan a enumerar los males e identificarlos con los actos y las obras de “los otros”; ponen descrédito a las palabras que provengan de cualquier sitio y sacralizan las que nacen de su propia burbuja, e incluso ahí filtran a las voces críticas y moderadas. 

En este escenario, ¿quién arriesga a educar y a ponderar? ¿Quién está dispuesto a tener conversaciones e interlocuciones difíciles? ¿Quién sienta a negociar a los distanciados y a los adversarios? ¿Quién apuesta por bajar el volúmen de la maledicencia, de la agresividad pendenciera mediatizada y del victimismo? ¿Quiénes tienden la mano con buena voluntad y sin interés oculto? ¿Quiénes se suman a un clamor popular sin intención de usufructuar la indignación ajena? ¿Quiénes imaginan respuestas que no se reduzcan a la aniquilación de alguna de las partes en conflicto? ¿Quiénes ayudan a mirar los problemas desde la complejidad y evitan la dicotomización?

Porque la política, entendida como ese recurso decisional con el que se materializan los acuerdos y se dirimen los conflictos, cada vez está menos presente en el espacio público de nuestra nación. Por supuesto: No hay ejercicio político si desde el empíreo del poder y la burocracia estatal se recurre a la violencia autoritaria y represiva; pero tampoco lo hay si la partidocracia se reduce a la gresca pendenciera, bravucona y provocadora. Con tristeza, la única actividad política que vemos en estos días se ha limitado al discurso y la propaganda ideologizada para justificar los actos, el rumbo y hasta el destino con y contra gobernados y gobernantes.

Frente a todo esto, resulta esperanzadora la movilización popular a ras de calle; porque, en principio, se pasa del discurso a la acción, se evidencia la manifestación pública de la indignación y la colectivización de demandas. 

Pero, incluso estas expresiones corren el riesgo de reducirse a una escenificación vacía, si no cuentan con los mínimos políticos que la nación requiere: una ciudadanía activa y participante, una identidad corresponsable de igualdad política y un espacio público libre donde la comunidad política pueda renovar las estrategias orientadas a resolver los conflictos.

Las demandas de la movilización identificada como ‘Generación Z’ claramente son positivas: mejorar la calidad de vida, eliminar la corrupción de las estructuras de poder, gozar de políticas públicas satisfactorias, perseguir los sueños y anhelar un futuro digno. 

Al mismo tiempo, son profundamente indefinibles y requieren materializarse precisamente en actividad política, de lo contrario serán tan frágiles como el sombrero de paja que les simboliza: ¿Cuáles son las expectativas de esa mejora en la calidad de vida o la persecución de los sueños personales? ¿El trabajo justo, la vida modesta y tranquila o un estilo de hiperconsumo con viajes y experiencias glamorosas instagrameables? ¿En qué espacios y cómo se debe actualizar la capacidad colectiva o institucional para sancionar y corregir los actos de corrupción? ¿Con happenings políticos y pantomimas propagandísticas que no arruinen la experiencia adquisitiva del Buen Fin o mediante compromisos de participación, negociación y verificación de los actos políticos concretos? Es decir, ¿cómo se entrelazan los deseos de bienestar con las responsabilidades democráticas?

El punto de quiebre precisamente pasa por esta toma de conciencia: Los discursos deben pasar de las falacias de ‘hombre de paja’ y la política debe superar símbolos de dibujos de piratas con sombrero de paja. La movilización social, ciudadana y pública es síntoma de que la democracia respira; hay que evitar el riesgo de que “el acto en sí” sustituya las razones, los trabajos, las negociaciones y la vigilancia de los acuerdos que implica la política.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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Felipe Monroy

Resistir a la violencia, los jóvenes que dicen ‘no’ al crimen

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Además de la narcoviolencia, los homicidios y desapariciones, en México se vive una perniciosa cultura meritocrática y agresiva, de idolatría hacia los ‘exitosos’, con potentes rasgos de superioridad y desprecio; y, sobre todo, de deshumanización del prójimo. En este contexto se ha hecho tristemente atractivo, hegemónico y casi natural el camino de la criminalidad y la violencia para miles de jóvenes en el país.

Por ello adquiere un valor tanto pragmático como trascendental el reciente estudio del doctor Barragán Bórquez, investigador de la Universidad de Sonora, en el que explora los discursos y la realidad social de jóvenes varones en Guaymas –una de las ciudades con las tasas más altas de homicidios y desapariciones del país– y que, en lugar de preguntarse qué es lo que les lleva a delinquir o a sumarse a las filas del crimen, se enfoca en explorar dónde está el sustento racional y afectivo para que resistan a la cultura de violencia y eviten ser seducidos por la cultura narca y criminal.

Los resultados de la investigación son sugerentes: lo primordial es que la familia es la principal trinchera moral de los jóvenes. Y la relevancia familiar no sólo se reduce a la presencia paterna y materna –y sus singulares aportaciones complementarias– sino la práctica socializadora del núcleo familiar: Que los padres sean figuras de apoyo; que los ejemplos cotidianos refuercen la importancia del trabajo y la educación; y que se dialogue empáticamente sobre las consecuencias del mal, del delito y del éxito ‘fácil’.

Barragán entrevistó a diez hombres entre 17 y 43 años que crecieron en colonias marcadas por la violencia. Sus testimonios revelan que la “decisión” de no delinquir no es un acto aislado, sino el resultado de un entramado de apoyos, valores y aprendizajes que comienza en la familia y se extiende a la escuela, los amigos y la comunidad. Uno de los entrevistados lo resumió así: “Tiene que ver mucho la familia… donde te desenvuelves, es el seno principal de valores. No es ni la escuela, ni la iglesia: es la familia” (Informante 05).

En el fondo, la formación de “masculinidades convencionales” enfocadas en el trabajo, la educación, el respeto por la vida y las tradiciones de convivencia familiar cotidiana parecen configurar un tipo de resistencia, una forma de pensar que los distancia de modelos de masculinidad agresivos, violentos, exitistas y vinculados al crimen.

Los jóvenes que no se dejan seducir por el ‘éxito’ del crimen o el narco distinguen con claridad las consecuencias negativas de los actos ilícitos; también diferencian el “buen vivir” (un modesto, satisfactorio y modesto estilo de vida producto del trabajo, la educación y la mesura) de la “vida fácil” (orientada a la ganancia máxima, vertiginosa, arriesgada y utilitaria); y suelen construir una identidad no delictiva a través del trabajo, la educación, el deporte, las artes y otras actividades recreativas.

El estudio revela que la no participación en el crimen no es una simple “decisión personal”, sino el resultado de un proceso social complejo que involucra primordialmente a la familia, la escuela, las redes de apoyo comunitario y la socialización moral. Las conclusiones del análisis no lo mencionan directamente pero se interpreta que, al menos para los jóvenes entrevistados, la educación mediante apercibimientos o amenazas moralizantes no tiene tanto impacto como el ejemplo, la vigilancia, la corrección amorosa e, incluso, las sanciones justificadas y proporcionales que suceden en el seno familiar

Hay un aspecto interesante que aborda también el estudio y es la perspectiva sobre el triunfo inmediatista, el éxito económico y el prestigio fugaz: El dinero fácil tiene un costo demasiado alto. La convicción personal de asumir la pobreza y sus desafíos, antes de buscar riquezas manchadas de sangre o a costa de su propia dignidad, tranquilidad y paz se deriva en parte por los testimonios funestos de sus coetáneos (el miedo a ‘terminar mal’) pero principalmente se sustenta en el ejemplo inmediato de sus propios padres, madres y abuelos; de una formación familiar que no alienta una hombría ligada al pavoneo, la agresividad o la violencia, que no glorifica el poder, la altanería o la trasgresión pendenciera. Por el contrario: que educa en una masculinidad basada en responsabilidad, el cuidado de los hijos, la vida sencilla, modesta y tranquila.

Este estudio –y otros que buscan motivos de esperanza más que la justificación de los apocalípticos de siempre– marca por lo menos una guía de pensamiento importante para la construcción cultural social y para las políticas públicas en México. Al reconocer que la espiral de violencia y crimen no se combatirá sólo con políticas de seguridad o ‘atacando las causas de la pobreza y la marginación’; sino que se requiere invertir en procesos que sostienen la convivencia familiar y apoyar a procesos educativos, deportivos y culturales formales e informales a ras de suelo. Pero, sobre todo, se requiere desmitificar las narrativas que glorifican el éxito, que idolatran la meritocracia y exaltan la persecución del triunfo a toda costa: porque ganar (dinero, prestigio, bienes) a costa de explotar o someter al prójimo o a costa de la propia dignidad personal es una ruta que ahonda el abismo de la violencia. Hay que aprender de estos hombres que nos demuestran que, incluso en los contextos más hostiles, es posible construir identidades que dignifiquen la vida propia y la ajena.

*Director VCNoticias.com @monroyfelipe

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