Felipe Monroy
Francisco: undécimo año
Este 13 de marzo, el papa Francisco ha cumplido once años al frente de la Iglesia católica y no es poca noticia. Quizá la expresión papal haya perdido algo de sentido en el mundo secular; sin embargo, en su significado formal, la persona en el papado representa el poder máximo y supremo sobre todo el orden eclesiástico en el mundo. Bajo su autoridad ordinaria, plena y universal ejerce potestad como supremo Maestro, supremo Pontífice y supremo Pastor y Jefe de la Iglesia y, por si fuera poco, en su persona se confirma no sólo la unidad y la obediencia de los católicos sino la certeza de que, sobre la piel del tiempo, el error no prevalece, ni la fe desfallece ni nadie está perdido totalmente.
No cabe duda de que el primer pontífice jesuita y latinoamericano de la historia ya ha dejado una singular impronta en el ejercicio del papado: comenzó sorprendiendo con sus gestos sencillos, humildes y populares; con su misa diaria provocó una renovación al estilo de predicación directa y sin ampulosidades; con creatividad –y no pocas resistencias– logró la difícil reforma del aparato de gobierno bajo la Santa Sede para adaptarla al famoso ‘Cambio de Época’; hizo natural el sacar la investidura del palacio apostólico para arriesgarse entre las heridas contemporáneas e interpelar realidades concretísimas; y, sobre todo, ha puesto en segundo lugar las ritualidades políticas (el cálculo, el protocolo, el pacto) para permitirse la radical audacia de ser cristiano en un mundo descristianizado.
Su estilo ha sido inspiración evidentemente para el mundo católico, pero incluso personas no creyentes o seguidores de otras religiones también reconocen en Francisco un liderazgo espiritual ejemplar en el siglo XXI. Sin embargo, hay que mencionar que también estamos frente al momento de mayor inquina contra un pontífice desde hace ya un par de siglos y sorprende además que buena parte de la malquerencia provenga justamente de liderazgos católicos.
Desde un sitio que no puede ser sino la soberbia, estos grupos de católicos regatean a Papa su calidad doctrinal y teológica; su temperamento y sus audacias en la renovación institucional; su lectura geopolítica y hasta su falta de distinción entre los ‘grados’ de pureza entre ‘mejores’ y ‘peores’ católicos. En recientes días, por ejemplo, fue viral el video donde un pequeño grupo de sacerdotes católicos –que inflaman a su grey e incendian las redes digitales con sus obsesiones políticas– expresamente confesaron rezar a Dios para que le dé muerte temprana al papa Francisco. Pero este no es el único ni el peor ejemplo de falta de respeto y obediencia de los ministros católicos al pontífice argentino: varios sacerdotes, obispos y cardenales atizan permanentemente pequeños infiernitos a través de los medios de comunicación para presionar a su Pastor y para generar caos con desconfianza entre los feligreses.
Este golpeteo, este ‘fuego amigo’ contra Francisco comenzó desde el minuto cero del pontificado; en gran medida derivado del prejuicio –en el fondo discriminatorio– de que los pastores latinoamericanos no tienen ni tendrán las capacidades intelectuales o teológicas de los pastores europeos; de que la historia latinoamericana no tiene mayor cosa qué aportar a la historia universal; y que los organismos estructurales creados para servir al papado en las últimas centurias son más relevantes que el propio pontífice. De hecho, con cierta sorna se ha escuchado con mucha más frecuencia aquella máxima de la jactancia del poder que dice: “Los papas vienen y van, pero la Curia permanece”.
Si algo mantuvo al margen durante todo este tiempo esas voces maliciosas fue la intensa actividad de Bergoglio, su prolífica aportación al magisterio cotidiano a través de su homilética y sus discursos; y, sobre todo, sus audaces incursiones en las realidades y temas más acuciantes del orbe y de la actualidad: la ecología integral, la migración, los pobres y descartados, las mujeres, los conflictos políticos e interreligiosos, la crisis antropológica y educativa, la explotación irracional, el consumismo, la perniciosa adoración del mercado y el capital económico, etcétera.
Pero es evidente que las capacidades del pontífice ya no son las mismas que hace una década; además de la vejez y el agravamiento de varias afecciones de salud, hay que recordar que, a diferencia de sus predecesores, Francisco decidió no apartarse al descanso con regularidad ni a tomar vacaciones para reparar fuerzas de su ajetreada agenda. Año tras año se evidencia la creciente vulnerabilidad de un servidor de la Iglesia que se desgasta sobre la áspera lija de la historia.
Y, sin embargo, es justo el tiempo de su propio pontificado el que marca la renovación de su obra y ejemplo: en la inspiración para quienes están convencidos de que la Iglesia debe ser pobre y para los pobres, que debe preferir arriesgarse al accidente por salir de sus fueros antes que enfermarse de sus propias obsesiones y encierros, que debe ‘primerear’ en misericordia y en ternura, que debe atender con urgencia a quienes más lo necesitan y que debe recobrar la confianza de que la realidad no se agota ni en el espacio ni el conflicto. En fin, que más que calcular en algo debe creer.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Claridad, ante la complejidad
El debate sobre el papel de los obispos de México ante los múltiples desafíos nacionales se ha intensificado en recientes días tras la divulgación de una “Carta abierta a la Conferencia del Episcopado Mexicano”, firmada por el grupo denominado ‘Teología Latinoamericana: Volviendo al Evangelio’. Esta misiva, publicada en la icónica e histórica revista eclesial Christus, no es una crítica marginal, sino un espejo de las profundas tensiones que recorren el catolicismo mexicano ante una realidad nacional marcada por la violencia, la polarización política y el vertiginoso cambio cultural.
Entre varios asuntos, el documento cuestiona si el liderazgo eclesiástico ha caído en un “discurso confrontativo y politizado” que se aleja de la misión profética de analizar la realidad no sólo con rigor sino en clave evangélica o que impide la promoción de una pastoral creativa de encuentro, desprovista de sesgos nostálgicos. Este cuestionamiento toca un nervio sensible de la actitud católica contemporánea pues algunos movimientos religiosos y políticos continúan fomentando doctrinas de pretendida ‘restauración’ histórica o de supuestos estados previos idealizados; mientras se desprecian o subestiman los nuevos contextos sociales y los cambios culturales irreversibles. Es decir: lo que ya ha cambiado debido al famoso ‘cambio de época’.
La carta, por ejemplo, aborda directamente el delicado manejo de la memoria histórica en el mensaje de noviembre pasado de los obispos. Señala que, al conmemorar el centenario de la Guerra Cristera, existe el riesgo de establecer una “equivalencia indebida” entre la persecución religiosa de los años 20 y el contexto actual, donde —según los firmantes— no existe persecución por creencias.
En efecto, el mensaje episcopal mencionado parece ser intencionalmente ambiguo respecto a la “causa sagrada” de “dar la vida” contra “el Estado totalitario… opresor… del dictador en turno” que sucedió durante la persecución religiosa del siglo pasado. Aunque hay que mencionar que dicho mensaje y su jiribilla retórica sin duda estuvo motivado por los recientes abusos discursivos y legislativos de no pocos liderazgos políticos (siempre amparados por el partido en el poder) que legitiman aquella rancia alergia a la libertad religiosa que, paradójicamente, institucionalizaron los fundadores del partido hegemónico del siglo pasado al que enfrentaron hasta arrancarle el poder.
La carta, sin embargo, sostiene que los argumentos episcopales podrían incurrir en “falacias” al apelar más a la emoción que al análisis objetivo. Y por ello, la pregunta crucial que subyace es si el episcopado está construyendo un relato emocional de confrontación con la autoridad civil electa y si, involuntariamente está procurando la exaltación de las identidades religiosas sacrificando el diálogo y la precisión fáctica.
Contra lo que el episcopado afirmó en su mensaje, la carta sí reconoce los avances sociales que las autoridades federales han divulgado en los últimos años y que los obispos consideran parte de una retórica propagandística falaz: la reducción de la pobreza, el aumento del salario mínimo y algunas políticas de nivelación a través de la justicia social. Y aunque, al igual que el episcopado nacional, los firmantes advierten una crisis profunda en seguridad ciudadana, la carta pide a los obispos que las críticas a la violencia sean claras y específicas, y eviten generalizaciones sobre “discursos” o “narrativas” cuyo origen no fueron capaces de identificar.
Este llamado al rigor tiene una dimensión pastoral profunda. La realidad mexicana, con casi el 70% de la población que aún percibe sus localidades como inseguras, exige un análisis que debe ir más allá de la mera confrontación política. Por lo cual, la denuncia concreta de las “estructuras del pecado” que someten a la población al miedo y a la incertidumbre, a juicio de los firmantes, deben hacerse con nombre y apellido, y no sólo sembrar con guiños sutiles los destinatarios de una crítica velada.
Sin duda, lo que revela esta singular y espontánea carta abierta para la comunidad católica mexicana es que hay una alta exigencia para los fieles ante la compleja realidad nacional. Urge abordar con profundidad analítica y sin simplificaciones las causas estructurales del dolor nacional; se requiere expresar con valor profético la denuncia del mal dondequiera que se encuentre; es necesario sostener un diálogo auténtico con toda la sociedad, incluyendo a quienes piensan distinto; y se debe mostrar una actitud sinodal para escuchar, respetar y valorar la reflexión que surge desde desde las comunidades religiosas, los laicos, las comunidades de base y los marginados. En concreto, se necesita una Iglesia que, lejos de encerrarse en la queja, salga a encarnar la esperanza en las fronteras y periferias existenciales.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Sed espiritual, desconfianza de las religiones
La sociedad moderna pasa por una intensa renovación de espiritualidad y una angustiosa búsqueda de lo trascendente. Hay evidencias claras en diversos ámbitos, especialmente en la cultura y el consumo contemporáneos.
Uno de estos casos es el éxito global de la producción ‘Lux’ de Rosalía que ha propiciado una álgida conversación social sobre el peso de lo religioso en la vida contemporánea: sobre la ‘post-religión’ o sobre la fe como bien comercial y de consumo; sobre el ‘blanqueamiento’ del catolicismo premoderno y de sus viejas instituciones que ejercieron facultades más allá de la regulación moralizante; sobre la auténtica “sed interior” que experimentan hombres y mujeres actuales; sobre el valor intrínseco –personal y comunitario– de las expresiones rituales y simbólicas de la fe, de la esperanza y del amor; y también sobre los modernos abismos internos que claman por luz y claridad. Así canta la catalana: “¡Quisiera yo renegar / de este mundo entero! / Volver de nuevo a habitar / … / por ver si en un mundo nuevo / encontraba más verdad”.
En el espacio cultural y comercial, esta tendencia de búsqueda de espiritualidad se manifiesta además en el aumento en ventas de libros, productos formativos y de entretenimiento que le han dado una ‘vuelta de tuerca’ al coaching y la autoayuda (casi siempre limitados al éxito, la ganancia y el rendimiento productivo) para ahora explorar metafísicas de espiritualidad hacia la plena realización personal, la esencia del bienestar integral, la aceptación del dolor y la tragedia, o el sentido de la existencia y la trascendencia.
Los círculos filosóficos contemporáneos comienzan a explorar y participar de debates en ámbitos que tradicionalmente pertenecieron a la teología, a las religiones y a la espiritualidad del creyente.
Autores de moda indagan sobre el sentido actual, vigente y necesario de la contemplación frente a la saturación informativa y de consumo digital hegemonizante; analizan la urgencia de la renuncia al ego y del ‘vaciamiento’ del ego, de lo contingente, lo artificial y lo coyuntural frente a una humanidad y un planeta que se degradan vertiginosamente; plantean la dimensión humanista de la misericordia frente al humanismo pragmático y positivista; cuestionan al utilitarismo mundano del ‘propósito’ y recuperan principios de trascendencia desde la experiencia ‘no-capitalizable’ de la otredad; hablan de la ‘irracionalidad del amor’ como fuerza transformadora de épocas históricas; y, por supuesto, erigen el valor de la esperanza como una virtud desprovista de intereses mundanos o inmediatistas sino como la posibilidad de conservar el sentido más allá de las fronteras del triunfo o del fracaso.
Y a pesar de esta sensibilidad renovada sobre la espiritualidad, la fe y la trascendencia, la sociedad contemporánea acumula desconfianzas respecto a la institucionalización de las creencias o de la fe institucionalizada. Es decir, hay una auténtica búsqueda de Dios o de las esencias de ‘lo divino’, pero no a través de las estructuras religiosas. La religión provoca escepticismo e incluso precaución; la desritualización de lo sagrado y la crisis vocacional en los diversos ministerios religiosos la experimentan prácticamente todas las religiones formales; y esa desconfianza muy probablemente sea producto de una historia innegable.
Algunas religiones –en especial las de mayor tradición, mejor estructuradas y que cuentan con profundos cimientos teológicos y rituales– han participado de diferentes formas y muy activamente de los mecanismos de control político, legal, económico, cultural e incluso íntimo personal de diversos pueblos en distintas épocas. Quizá por ello, en las sociedades modernas se expresa una alta resistencia a la norma sancionada, a la idea del castigo, al condicionamiento, a ciertas ‘tradiciones’ impositivas o a la recurrente validación, connivencia o cruzadas de ‘purificación religiosa’ con y contra los poderes políticos en turno.
Paradójicamente, al mismo tiempo, la búsqueda de espiritualidad que no es asimilada, orientada o acompañada por las religiones estructuradas está siendo cooptada o capitalizada –en todo el sentido de la palabra– por los movimientos político-ideológicos, por vendedores de destinos ulteriores o por nostálgicos de supuestos pasados heróicos descontextualizados. En este terreno, lo ‘religioso’ se ofrece como respuesta, no como búsqueda; como triunfo y no como relación; como mayorazgo dominante y no como liberación de las opresiones. La religión y sus aspectos espirituales se convierten en estrategia o discurso político; y ahondan la desconfianza de creyentes y no creyentes que siguen buscando respuestas fundamentales, esenciales y trascendentales.
Como corolario a esta reflexión y para abonar a la esperanza, quizá valga recordar que el mundo occidental ya había experimentado síntomas semejantes en otras épocas y en aquel entonces la espiritualidad respondió generosamente a aquella crisis de sentido.
Así lo relata por ejemplo, una historia del discípulo del monje Besarión en el siglo IV: “Yendo una vez hacia la costa del mar, tuve sed y le dije al monje: tengo mucha sed. El anciano hizo oración y me indicó después que bebiera del agua del mar. El agua se endulzó y bebí. Aproveché entonces para recolectar agua en mi ánfora por si más tarde me daba nuevamente sed. El anciano Besarión me preguntó por qué lo hacía y le dije que quería prevenirme por si más adelante me volvía a dar sed. El monje reprendió mi actitud de querer contener el favor del Cielo y me dijo: ‘Dios está aquí y en todas partes. Confía’.”
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Más allá de sombreros y discursos de paja
Hemos llegado a un punto de quiebre en el país. Los acontecimientos recientes parecen revelar que la política se ha reducido a la expresión discursiva flamígera y contenciosa –si acaso–; y que el resto del espacio público es ya pura violencia.
Parece que nadie quiere buscar acuerdos o abrirse a la negociación, se desconfía sistemáticamente del complejo oficio de la intermediación, ya no se tiene esperanza en la interlocución entre adversarios políticos; se ha puesto un terrible velo de radicalismo sobre los actores sociales y los fanáticos pontifican desde sus peanas de pureza acrítica que la única solución es la que ellos imaginan y desean imponer.
Afuera –arguyen los apocalípticos–, la violencia y el desgobierno confirman todos nuestros miedos; y, aunque se requiere rehabilitar el espacio público para sanar el tejido social, los despistados entusiastas se limitan a perseguir batallas y guerras “culturales” que pretenden ganar sólo a fuerza de propaganda y comunicación.
En el fondo, parte del problema es que muchas estructuras y agentes colectivos se han atrincherado en el discurso. Se limitan a enumerar los males e identificarlos con los actos y las obras de “los otros”; ponen descrédito a las palabras que provengan de cualquier sitio y sacralizan las que nacen de su propia burbuja, e incluso ahí filtran a las voces críticas y moderadas.
En este escenario, ¿quién arriesga a educar y a ponderar? ¿Quién está dispuesto a tener conversaciones e interlocuciones difíciles? ¿Quién sienta a negociar a los distanciados y a los adversarios? ¿Quién apuesta por bajar el volúmen de la maledicencia, de la agresividad pendenciera mediatizada y del victimismo? ¿Quiénes tienden la mano con buena voluntad y sin interés oculto? ¿Quiénes se suman a un clamor popular sin intención de usufructuar la indignación ajena? ¿Quiénes imaginan respuestas que no se reduzcan a la aniquilación de alguna de las partes en conflicto? ¿Quiénes ayudan a mirar los problemas desde la complejidad y evitan la dicotomización?
Porque la política, entendida como ese recurso decisional con el que se materializan los acuerdos y se dirimen los conflictos, cada vez está menos presente en el espacio público de nuestra nación. Por supuesto: No hay ejercicio político si desde el empíreo del poder y la burocracia estatal se recurre a la violencia autoritaria y represiva; pero tampoco lo hay si la partidocracia se reduce a la gresca pendenciera, bravucona y provocadora. Con tristeza, la única actividad política que vemos en estos días se ha limitado al discurso y la propaganda ideologizada para justificar los actos, el rumbo y hasta el destino con y contra gobernados y gobernantes.
Frente a todo esto, resulta esperanzadora la movilización popular a ras de calle; porque, en principio, se pasa del discurso a la acción, se evidencia la manifestación pública de la indignación y la colectivización de demandas.
Pero, incluso estas expresiones corren el riesgo de reducirse a una escenificación vacía, si no cuentan con los mínimos políticos que la nación requiere: una ciudadanía activa y participante, una identidad corresponsable de igualdad política y un espacio público libre donde la comunidad política pueda renovar las estrategias orientadas a resolver los conflictos.
Las demandas de la movilización identificada como ‘Generación Z’ claramente son positivas: mejorar la calidad de vida, eliminar la corrupción de las estructuras de poder, gozar de políticas públicas satisfactorias, perseguir los sueños y anhelar un futuro digno.
Al mismo tiempo, son profundamente indefinibles y requieren materializarse precisamente en actividad política, de lo contrario serán tan frágiles como el sombrero de paja que les simboliza: ¿Cuáles son las expectativas de esa mejora en la calidad de vida o la persecución de los sueños personales? ¿El trabajo justo, la vida modesta y tranquila o un estilo de hiperconsumo con viajes y experiencias glamorosas instagrameables? ¿En qué espacios y cómo se debe actualizar la capacidad colectiva o institucional para sancionar y corregir los actos de corrupción? ¿Con happenings políticos y pantomimas propagandísticas que no arruinen la experiencia adquisitiva del Buen Fin o mediante compromisos de participación, negociación y verificación de los actos políticos concretos? Es decir, ¿cómo se entrelazan los deseos de bienestar con las responsabilidades democráticas?
El punto de quiebre precisamente pasa por esta toma de conciencia: Los discursos deben pasar de las falacias de ‘hombre de paja’ y la política debe superar símbolos de dibujos de piratas con sombrero de paja. La movilización social, ciudadana y pública es síntoma de que la democracia respira; hay que evitar el riesgo de que “el acto en sí” sustituya las razones, los trabajos, las negociaciones y la vigilancia de los acuerdos que implica la política.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
Felipe Monroy
Resistir a la violencia, los jóvenes que dicen ‘no’ al crimen
Además de la narcoviolencia, los homicidios y desapariciones, en México se vive una perniciosa cultura meritocrática y agresiva, de idolatría hacia los ‘exitosos’, con potentes rasgos de superioridad y desprecio; y, sobre todo, de deshumanización del prójimo. En este contexto se ha hecho tristemente atractivo, hegemónico y casi natural el camino de la criminalidad y la violencia para miles de jóvenes en el país.
Por ello adquiere un valor tanto pragmático como trascendental el reciente estudio del doctor Barragán Bórquez, investigador de la Universidad de Sonora, en el que explora los discursos y la realidad social de jóvenes varones en Guaymas –una de las ciudades con las tasas más altas de homicidios y desapariciones del país– y que, en lugar de preguntarse qué es lo que les lleva a delinquir o a sumarse a las filas del crimen, se enfoca en explorar dónde está el sustento racional y afectivo para que resistan a la cultura de violencia y eviten ser seducidos por la cultura narca y criminal.
Los resultados de la investigación son sugerentes: lo primordial es que la familia es la principal trinchera moral de los jóvenes. Y la relevancia familiar no sólo se reduce a la presencia paterna y materna –y sus singulares aportaciones complementarias– sino la práctica socializadora del núcleo familiar: Que los padres sean figuras de apoyo; que los ejemplos cotidianos refuercen la importancia del trabajo y la educación; y que se dialogue empáticamente sobre las consecuencias del mal, del delito y del éxito ‘fácil’.
Barragán entrevistó a diez hombres entre 17 y 43 años que crecieron en colonias marcadas por la violencia. Sus testimonios revelan que la “decisión” de no delinquir no es un acto aislado, sino el resultado de un entramado de apoyos, valores y aprendizajes que comienza en la familia y se extiende a la escuela, los amigos y la comunidad. Uno de los entrevistados lo resumió así: “Tiene que ver mucho la familia… donde te desenvuelves, es el seno principal de valores. No es ni la escuela, ni la iglesia: es la familia” (Informante 05).
En el fondo, la formación de “masculinidades convencionales” enfocadas en el trabajo, la educación, el respeto por la vida y las tradiciones de convivencia familiar cotidiana parecen configurar un tipo de resistencia, una forma de pensar que los distancia de modelos de masculinidad agresivos, violentos, exitistas y vinculados al crimen.
Los jóvenes que no se dejan seducir por el ‘éxito’ del crimen o el narco distinguen con claridad las consecuencias negativas de los actos ilícitos; también diferencian el “buen vivir” (un modesto, satisfactorio y modesto estilo de vida producto del trabajo, la educación y la mesura) de la “vida fácil” (orientada a la ganancia máxima, vertiginosa, arriesgada y utilitaria); y suelen construir una identidad no delictiva a través del trabajo, la educación, el deporte, las artes y otras actividades recreativas.
El estudio revela que la no participación en el crimen no es una simple “decisión personal”, sino el resultado de un proceso social complejo que involucra primordialmente a la familia, la escuela, las redes de apoyo comunitario y la socialización moral. Las conclusiones del análisis no lo mencionan directamente pero se interpreta que, al menos para los jóvenes entrevistados, la educación mediante apercibimientos o amenazas moralizantes no tiene tanto impacto como el ejemplo, la vigilancia, la corrección amorosa e, incluso, las sanciones justificadas y proporcionales que suceden en el seno familiar
Hay un aspecto interesante que aborda también el estudio y es la perspectiva sobre el triunfo inmediatista, el éxito económico y el prestigio fugaz: El dinero fácil tiene un costo demasiado alto. La convicción personal de asumir la pobreza y sus desafíos, antes de buscar riquezas manchadas de sangre o a costa de su propia dignidad, tranquilidad y paz se deriva en parte por los testimonios funestos de sus coetáneos (el miedo a ‘terminar mal’) pero principalmente se sustenta en el ejemplo inmediato de sus propios padres, madres y abuelos; de una formación familiar que no alienta una hombría ligada al pavoneo, la agresividad o la violencia, que no glorifica el poder, la altanería o la trasgresión pendenciera. Por el contrario: que educa en una masculinidad basada en responsabilidad, el cuidado de los hijos, la vida sencilla, modesta y tranquila.
Este estudio –y otros que buscan motivos de esperanza más que la justificación de los apocalípticos de siempre– marca por lo menos una guía de pensamiento importante para la construcción cultural social y para las políticas públicas en México. Al reconocer que la espiral de violencia y crimen no se combatirá sólo con políticas de seguridad o ‘atacando las causas de la pobreza y la marginación’; sino que se requiere invertir en procesos que sostienen la convivencia familiar y apoyar a procesos educativos, deportivos y culturales formales e informales a ras de suelo. Pero, sobre todo, se requiere desmitificar las narrativas que glorifican el éxito, que idolatran la meritocracia y exaltan la persecución del triunfo a toda costa: porque ganar (dinero, prestigio, bienes) a costa de explotar o someter al prójimo o a costa de la propia dignidad personal es una ruta que ahonda el abismo de la violencia. Hay que aprender de estos hombres que nos demuestran que, incluso en los contextos más hostiles, es posible construir identidades que dignifiquen la vida propia y la ajena.
*Director VCNoticias.com @monroyfelipe
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